A.Democracia, representativa y electoral
Superada la convulsa década de los años 60 del siglo XX, y sus secuelas posteriores, el porvenir dominicano presagia a inicios de la actual centuria la continuidad inmediata de la estabilidad política de su democracia –“defectuosa”- electoral. Esta impone la regla universal de velar por el costo político de toda decisión y prolonga el modelo estatal asistencialista como norte, alejando la oportunidad republicana del Estado social y democrático de derecho.
Entre las luces y sombras de dicha `democracia´está el haber logrado que el sistema de partidos se fraccione y quebrante, pero sin por ello deslegitimar la competencia electoral, tan esencial a la circulación ordenada de enseñoreadas élites que operan desde el poder o detrás de sus bambalinas.
Más aún, en un marco de referencia circunscrito a un inmediatismo pragmático y ajeno a doctrinas políticas e idealismos de antaño, -dado que la orden del día es, a todos los niveles, `dónde está lo mío´-, el que no encuentra lo suyo o al que no se lo dan, emigra. Y, por añadidura, en lo que va de siglo, brillan movimientos sociales de ciudadanía dominicana, fundamentalmente de clase media. Hasta ahora, ninguna atenta contra el sistema y dan tiempo para legitimarlo, pues no lo pretenden. Mientras tanto, por decir lo menos, aparece in fraganti una de las dos caras de la luna: el clientelismo y su gemelo, la corrupción, promoviendo así la progresiva desinstitucionalización de la vida en sociedad del aglomerado poblacional dominicano.
La otra cara de la luna viene dada por el fenómeno migratorio. Emigran -desde todas las clases sociales- dominicanos y llegan -en condiciones migratorias irregulares- haitianos. Los emigrantes restan presión social e insatisfacción personal a la olla de presión dominicana, al tiempo que los inmigrantes exponen semblante de mano de obra barata. Por ende, en adición a la complicidad que todo lo permite, “con los flujos migratorios de dominicanos hacia afuera y haitianos indocumentados hacia dentro, la élite económica acumula riqueza y la élite política circula en el poder sin mayor presión social para impulsar cambios redistributivos”.
En ese vaivén, de acuerdo a reportes de Latinobarómetro, entre 2008 y 2023, el apoyo ciudadano a la democracia ha perdido -por la o las razones que sean- significativo apoyo de parte de la ciudadanía. Las cifras hablan por sí solas. El indispensable apoyo cae, de 72% a 48%, mientras que el autoritarismo -posiblemente como forma eficaz de enfrentar ingentes problemas pendientes de solución- asciende a un apreciable 48% de la ciudadanía.
De mantenerse la tendencia, la cuestión de fondo se oculta y complica.
La democracia contemporánea como tal, no la de la retórica, tampoco la idílica de los atenienses, es más representativa que participativa. Bajo esa modalidad se edifica en la zapata de sus instituciones y depende, al igual que los ladrillos de una edificación, del cemento que los aúna y sostiene, léase bien: de la confianza ciudadana en el funcionamiento de los partidos políticos, en el ordenamiento legítimo de las decisiones y acciones públicas, así como del régimen democrático en cuanto tal.
Hasta ahí, nada nuevo bajo el sol.
B.- Patriotismo Vs. Autoritarismo
Pero, entonces, ¿cuál es la raíz cuadrada del círculo social dominicano? Respondo en dos momentos: ante todo, a partir del ADN cultural dominicano; por ende, segundo, un ejercicio republicano ineficiente.
A propósito de lo primero, procede reafirmar lo que -desde antes y luego de los papeles de Bonó- se sabe. De hecho, la sociedad dominicana fue organizada en función del autoritarismo y su inclinación al despotismo. Por eso, “el patriotismo sin color propio, aunque probado repetidas veces, no tiene el sello legítimo que da a una Nación la confianza de sí misma y las pruebas que ha podido y sabido dar en su constitución y arreglo interior (porque) se le ha visto ensayar todos los géneros posibles de forma política, sin conseguir otro resultado que el de un despotismo puro, disfrazado bajo el manto de la democracia”.
Ese autoritarismo despótico, -desde el ámbito familiar, pasando por el socioeconómico, hasta fraguar en el público-, contiende con un sinnúmero de subiectus individualistas, no filosóficamente personalistas al estilo ibérico, sino portador del “meme cultural atávico”, en tanto que fruto del abandono histórico y de la miseria más apremiante e inexcusable que ha padecido desde su mera gestación en suelo dominicano. Una de sus mejores expresiones queda esculpida en la prosa poética, tajante y profética, de Manuel del Cabral, cuando Mon, el compadre, estando en Haití, vocifera a quien quiera oírle y a todos los demás, “no, señor, aquí la isla soy yo”.
Nada cartesiano, ese yo deviene paradójico. Alterna su individualismo arbitrario y `medalaganario´, -en la medida en que lo caracteriza un rasgo de indisciplina e inconsciencia cívica-, con un comportamiento ciudadano de bonhomía, conservadora y acomodaticia. Fruto de tal simbiosis, llega al punto de aceptar y acomodarse “sin resistencia ni discusión las combinaciones bastardas de todos los políticos aventureros o de ocasión, que fuera y dentro del país, en todos tiempos lo ha sumido en un abismo de dolores”.
He ahí, el mar de fondo, el sustrato del subiectum dominicano, el que conduce de la mano al segundo momento: la cosa pública dominicana, de por sí inconsecuente, tanto en su concepción, como en su formalidad operativa. Como se verá a continuación, la coexistencia de cada uno con sus pares conlleva hoy por hoy, no ya al desorden del tráfico callejero, sino la ineficiencia del aparato gubernamental que favorece, desde la inequidad social, hasta los comportamientos más corruptos en y desde el poder del Estado dominicano.