Las nuevas tecnologías, para bien, descentralizan y desconcentran la información y sus fuentes. Es como si existiera un régimen de ardua competencia por la entrega y recepción de información. El tema es que este suceso no transcurre libre de problemas y retos. La pluralidad perece porque el poder de algunos desequilibra el beneficio de la información, dando espacio a imprecisiones, falsedades o desafectación informativa. Muchos, sin razón, indican que las nuevas tecnologías no han hecho más que transparentar y maximizar lo que ya ocurría en los medios de masas.
Las noticias falsas, como la desinformación en general, representan un grave problema para las democracias liberales. Parte de la gravedad de este problema es lo difuso que es y lo vemos con frecuencia en el ejercicio de la libertad de prensa y comunicación. En la otra cara de la moneda, está el acceso a la información, lo cual crea imprecisiones y falta de confianza, así como desafectación social frente a la prensa. Una situación similar ocurre con el recibir información, provocando la desconexión de los usuarios de las fuentes reales y confiables de información. Asimismo, una consecuencia adicional es que el ejercicio de la libertad de expresión sería defectuoso, con fines totalizantes, hasta que nadie crea nada de nada o a nadie, profundizando la desafectación social y política.
¿Cómo enfrentar la desinformación? Ser el policía de contenido no solo representa obstáculos prácticos, sino que también coloca un poder de censura o de perfeccionismo moral sobre los contenidos de las expresiones discursivas. Hay casos donde, jurídicamente, no es posible. Casos donde ciertas expresiones no solo podrían caer en desinformación y merecen ser reguladas, pero, su regulación en tales casos podría traer consecuencias constitucionalmente nefastas.
En otros casos, la desinformación sí podría ser objeto de regulación legal en términos constitucionalmente admisibles. La diferencia estriba en que son expresiones cuyas consecuencias constitucionalmente negativas son previsibles y se puede definir con cierta precisión su distinción con otros discursos. Tal es el caso de los discursos intimidatorios, difamatorios, injuriosos, violentos, que constituyen apología a la guerra y los discursos de odio con fines de intimación o violencia.
Una forma para combatir esos discursos que jurídicamente no podrían ser apropiadamente limitados es que la libertad de expresión se combate con mayor libertad de expresión. Esto es cierto, pero hasta cierto punto incompleto. Muchas veces, al menos en nuestra época contemporánea, la libertad de expresión se ahoga en el sargazo de la sobreinformación, lo que trae consigo informaciones falsas o con intención de desinformar. Si bien opinar es libre, hay personas que incurren en la herejía de jugar con los hechos que son sagrados.
La información veraz, precisa y correcta tiene un valor constitucional apreciable. Dado los problemas para distinguir en el contexto de la desinformación qué expresión puede ser constitucionalmente prohibida o no, es probable que la regulación normativa sea excesiva por ser sobreincluyente, incluyendo aspectos de las expresiones prohibidas que generalmente no lo son, o sobreexcluyente, al intentar ser precisos en la redacción de las prohibiciones se dejan fuera expresiones que podrían ser constitucionalmente prohibidas. Esto se ve mucho en el caso de los periodistas, a quienes se les reconoce una amplitud para la exageración y la protección para originar un debate público en beneficio de los destinatarios de la información. Florencia Bassi lo dice con propiedad: es peor el remedio que la enfermedad. No es baladí que el régimen de sanciones con una intención buena pueda dar pie a un régimen de censura legal o judicial.
Dada la finalidad de promover la pluralidad de informaciones, expresiones o discursos, la Constitución promueve la información veraz, pero no debe ser confundida con la verdad absoluta. Lo que procura la Constitución es castigar, entre otras cosas, la insidia, es decir, la omisión o actuación deliberada, a sabiendas, de perjudicar a alguien o a un bien jurídico, pudiendo ser a través de la mentira o desinformación en general.
No es casual que desde el derecho constitucional un punto de partida para poder abordar la desinformación sea el deslinde entre el mero juicio de valor o una opinión de hecho. De ahí el valor constitucional en la construcción de la "veracidad", no como verdad absoluta, sino como la falta de la intención deliberada de perjudicar o dañar. La debida diligencia y el contraste de datos o hechos son pasos que ayudan a tolerar constitucionalmente expresiones que carezcan de esa intención deliberada de dañar o perjudicar.
Esto es en el derecho, pero, en la política, en la vida social es más complicado, sobre todo en el régimen de la posverdad, la desinformación es el resultado de manipular deliberadamente los hechos. Dicho esto, nuestra obligación como titulares de la libertad de expresión es poder realizar esa debida diligencia de los que desinforman y poder defender los hechos.
Parte de las obligaciones que derivan de la libertad de expresión a cargo de los titulares, en una perspectiva enteramente política, es que aquellos deben hacer frente a la desinformación. No solo en su condición de titulares de la libertad de expresión, sino también como destinatarios de las informaciones, motivando así al receptor a "pararles los pies" a los que desinforman y juegan a su antojo con los hechos, sobre todo a los que viven de las teorías de la conspiración.
Dado que las prohibiciones jurídicas no son fáciles muchas veces para suprimir expresiones que moral y políticamente no deben ser protegidas, pero que jurídicamente pueden serlo, la obligación principal es exigir responsabilidades a quienes utilizan dicho derecho para desinformar: cuestionar sus datos o hechos, detener en seco y no dejar impune la expresión desinformativa. Es como si tuviéramos una especie de código deontológico para la difusión de expresiones o discursos en el ejercicio de la libertad de expresión: convertirnos en un filtro crítico. En estos casos, los fact-checkers o las asociaciones sin fines de lucro u organizaciones educativas que ayudan a filtrar precisiones y viabilidad de la calidad informativa son muy importantes para hacer prevalecer otros valores constitucionalmente relevantes como la transparencia y la independencia informativa. Si bien el derecho ayuda bastante, no debe llegar al punto de otorgar poderes a nuevos censores.
La desinformación afecta la confianza social recíproca, nos aleja de la participación pública y nos condena a un ejercicio defectuoso de nuestros deberes y compromisos públicos. Ciertamente, la Constitución no tiene la encomienda de la verdad como tal, pero sí trata de dar garantías para su consecución y que no sea afectada debido a su interés político. La Constitución, ante todo, es un documento político, por lo que las formas políticas de afrontar males sociales también son aceptables como la desinformación y no dejar todo el trabajo a lo jurídico.
Con buenos marcos de referencia, defender el espacio público frente a la desinformación, en todas sus manifestaciones, es esencial para el beneficio del derecho en su conjunto y la sociedad en general. Si bien puede ser que la Constitución no pueda tener deber alguno con la verdad, sí puede tenerlo en cuanto a la posibilidad de hacerlo como uno de los valores esenciales para que las personas puedan formarse sus propias opiniones e incrementar el valor epistémico del mercado de las ideas. Así, para que el mercado de las ideas siga existiendo, debemos trabajar y promover la buena fe en las discusiones y en la calidad de las informaciones. El desorden y la desinformación deben encontrar un freno en nuestro compromiso cívico ciudadano y convertirnos en obstáculos en contra de esos vicios corrosivos del espacio público.