Como en otros momentos de nuestra historia, la Constitución fue reformada en breve tiempo: concretamente, en poco más de diez días. Al parecer, el poder es un tren que hoy marcha con algo de prisa. Con todo, y aunque es probable que el tema haya perdido ya algo de fuste (cosa natural por el ritmo que por estos días lleva la comunicación política), creo que el procedimiento de reforma ha legado una reflexión inaplazable alrededor de una de las variables básicas del derecho constitucional contemporáneo. Esa reflexión pasa por valorar lo que –quizá a falta de mejor expresión— puede llamarse la sedimentación política de la supremacía constitucional.
Se sabe que parte de la reforma promovida por el Poder Ejecutivo tenía por objeto al artículo 268 de la Constitución, disposición que se conoce como la cláusula “pétrea”, entiéndase, ese dominio intangible que la propia Carta resguarda contra toda modificación. La cláusula se refiere a la forma de gobierno, que –dice la Constitución— debe ser siempre civil, republicano, democrático y representativo. El texto reformado añade a ese banco de temas lo relativo a la reelección presidencial. Así que, hoy, la cláusula pétrea tiene un contenido más amplio y rico que ayer: a partir de ahora, las reglas sobre reelección presidencial conforman, junto a la forma de gobierno, los dos puntos respecto a los cuales no puede referirse el poder de reforma constitucional.
En retrospectiva, era al menos lógico que ese punto de la propuesta ocasionara el revuelo que finalmente produjo en la comunidad política y jurídica. Y es que los asambleístas que alzaron sus cartones validaron con su voto una modificación de calado: al ampliar el contenido de la cláusula pétrea, recortaron el radio de acción del procedimiento ordinario de reforma constitucional, con lo que ello implica para la variable competencial del propio procedimiento. Es decir, la manipulación del contenido del artículo 268 constitucional implica algo más que la simple adición de una frase. También trae consigo un efecto sistémico sobre el poder de reforma. Su virtualidad tiene un nuevo límite.
Se cuestionó que la propuesta se pensara como parte de la agenda del procedimiento ordinario de reforma. De allí germinó un debate reciente: hubo quien alertó, con razón, que, al modificar los límites del poder de reforma, la iniciativa modificaba el procedimiento mismo y, por tanto, el texto parido por la Asamblea Nacional Revisora debía ser ratificado (es decir, legitimado) mediante referendo aprobatorio. Así se invocó el procedimiento “agravado” de reforma, regulado en el artículo 272 de la Constitución, como condición de legitimidad y eficacia de la propuesta de modificación.
Ocurrió lo previsible a tenor de la composición numérica de la Asamblea Nacional Revisora (y de su disciplina interna): se modificó la cláusula de lo inmodificable para ensanchar su contenido, que es lo mismo que manipular su programa normativo, que a su vez es igual a retocar la esfera de acción del poder de reforma. Y no se realizó el famoso referendo. Así, el procedimiento ordinario reconfiguró sus propios límites, muy a pesar del artículo 272 de la misma Constitución.
No deja de ser llamativo que, a pesar del “triunfo” del criterio opuesto a la realización del referendo aprobatorio, el texto reformado incluya una disposición transitoria –la sexta— a cuyo tenor el procedimiento agravado, el del artículo 272, no fue aplicado en este caso de forma “excepcional”. Así que su inaplicación fue consciente. Desde la lógica jurídico-procesal del principio de supremacía constitucional, esto es problemático: porque si aquel principio es la raíz de la exigencia de procedimientos “especiales” para la reforma de la Constitución (que, por tanto, exceden el poder de disposición de mayorías transitorias), cada vez que esos procedimientos se incumplen, o se cumplen de forma deficiente, se verifica un quiebre fundamental sobre uno de los compromisos básicos en los que, se supone, descansa el actual modelo constitucional. Es, de hecho, un paso atrás.
Sin perjuicio de esto último, creo que el cuadro deja planteadas dos grandes dificultades. Una netamente jurídica, que concierne a las posibilidades que a la fecha ofrece el orden normativo vigente de cara a la exigibilidad del referendo aprobatorio como condición de validez y eficacia de las iniciativas de reforma constitucional que encajen en el artículo 272. Si la constitucionalidad de la Constitución no es una cuestión que pueda ser controlada por el Tribunal Constitucional (TC/0352/18) y, además, no compete a la ley de convocatoria disponer la realización del referendo aprobatorio (TC/0224/17), la exigibilidad del referendo, en los casos en que proceda y se omita, deambula un laberinto excesivamente estrecho. El tema parece quedar a merced de la Junta Central Electoral, o bien de la propia Asamblea Revisora. El problema es que estos escenarios presentan desiguales posibilidades de judicialización.
La otra dificultad es la que ocupa estas líneas: tiene que ver con la cuestionable profundidad con que se ha asimilado políticamente el principio de supremacía constitucional. La filosofía del principio (expresión jurídica que hunde sus raíces en el iusnaturalismo y el contractualismo y que, entonces, condensa un complejo y centenario argumentario teórico) es disolver todo atisbo de arbitrariedad o autoritarismo y, al tiempo, disuadir el mayoritarismo irreflexivo y desbocado como vehículo de acción política en temas fundamentales. Es por ello por lo que la Constitución, además de estar jurisdiccionalmente garantizada, es también rígida, esto es, queda a resguardo de las mayorías apasionadas que se congregan de forma coyuntural.
Bajo ese prisma, la movida reciente ante la Asamblea Nacional Revisora queda muy mal parada. El mensaje que deja el procedimiento empleado para esta reforma encierra un estímulo peligroso. Al parecer, una mayoría ocasional puede manipular el contenido de la cláusula pétrea. Por consiguiente, lo inmutable se diluye en lo numérico y las formas de la reforma se revelan “exceptuables” (si se me permite el término). El resultado es entonces contradictorio: una modificación pensada para estabilizar el orden constitucional (por vía de la petrificación de las reglas de reelección presidencial) produce su sobreexposición al convulso y errático mundo de la política partidaria. Porque el precedente que nos queda es, precisamente, que el poder político puede saltarse los procedimientos de reforma o, peor aún, discriminar entre ellos en función del momento (o, de nuevo, los números). Sus agentes parecen haber entendido que las exigencias que acompañan aquellos procedimientos admiten cálculos estratégicos.
Naturalmente, esto soslaya la propia supremacía constitucional. Pero también pone en evidencia que, a pesar de su depurada expresión jurídica, aquel principio todavía no ha sedimentado completamente en el terreno político. Y, en este caso, una cosa (la expresión jurídica) sin la otra (la sedimentación política) prohíja un juego peligroso cuyo punto de partida es una apuesta a medias por la propia supremacía constitucional y por el criterio de legitimidad que de ella dimana.
Hay que decirlo así, descarnadamente, con la esperanza –quizá ingenua— de que quede claro: en lugar de poner la Constitución a resguardo de los vientos impetuosos de la política, el poder de turno ha soslayado los mecanismos especiales llamados a preservar su supremacía, capturándola y exponiéndola aún más –si cabe—. De todo se aprende. Obviamente, si hay voluntad de por medio.