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Suena dura la palabra “chopa”. Como un jab de Muhammad Alí cuando sólo era Cassius Clay.

Se tiene más miedo ante ella que ante un kirpán (puñal sikh) o la queja de una suegra.

Decir “chopo” revuelve aguas de la infancia, memorias, historias, desprecios.

Y sin embargo, todavía no encuentro otro concepto para referirme a esa condición donde el sujeto accede a estadios superiores de su situación económica cuando todavía en su mente se aferra a la mera sobrevivencia. Del impacto de ambas situaciones emerge un conflicto interno: la incapacidad de que el Mercedes se quede con sus características de fábrica y haya que “pimpearlo”, ponerle la marca propia, no importa si la misma sea un motor fuera de borda y que se oigo en todos sus estrépitos, para que el mundo sepa lo que traes entre manos.

Repasar la historia dominicana es situar una hilera de “nuevos ricos” que no supieron manejarse en función de los nuevos valores que accedían, sino que reforzaron ese consumismo del “yo estoy aquí”, rompiendo con las leyes naturales del capitalismo. Desde los soldados de Bartolomé Colón hasta David Ortiz y El Alfa, la historia dominicana se resume en la frase “mírame hasta donde he llegado”, como si todo éxito fuese vía conducente al relumbrón, al aplauso, al jolgorio. Ese acento en el aspecto del consumo, de la exhibición, la obsesión por validación social, la reafirmación de puesto simbólico de prestigio en la sociedad, es lo que ha confirmado la condición chopa del buen dominicano contemporáneo.

Desde los cumpleaños de Samuel Sosa en los 90 hasta el tronar del Alfa con su Maserati bajando la Churchill, desde la blanquización de Omega hasta la determinación del valor de un artista local por su capacidad de aterrizar en un jet privado en Fort Lauderle, desde la preocupación nacional en torno a lo que pasa en la cama de Yailín La Más Viral hasta los vagos análisis del siquiatra Guerrero tratando de armar el rompecabezas al que le falta la cabeza, todos estamos inmersos en los planos de la chopería.

Como un lecho de Procusto, que va cortando todo lo que le “sobra” al cuerpo, entiéndase, manos y piernas, el país se va achicando y ajustándose al plano último con la foto de Santiago Matías, “Alofoque”, como Auríspice del nuevo orden cósmico dominicano.

 

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Comprendo que a ninguno de mis amigos les guste la palabra “chopo”. Acepto que cuando la utilizo me siento como si sacara a la culebra Sandra o a la iguana aquella que aparecía con mago y todo en el Parque Enriquillo.

A mis relacionados la palabra “chopo” les rechina, les suena a blanquito de Gazcue o a Popi del Polígono, les calienta en una memoria llena de desprecio del Don o la Doña, del Señor o la Señora mientras la vieja tenía que enraizarse en la cocina para preparar los mejores platos o cargar con la compra camino al súpermercado para luego contar los chelitos de fin de mes y ver cómo seguía aquello que Luis Días llamaba “la greña”, o “el barrio”, o “lo mío”.

 

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Desde su inauguración en 1944 hasta ahora, en el Palacio Nacional solo dos personas han entrado en sandalias: Julio Iglesias y Santiago Matías. El primero lo hizo en el Gobierno creo que de Hipólito Mejía, para buscar su pasaporte dominicano o algo así. El segundo, lo hizo creo que en el Gobierno de Danilo Medina, para ver si se ponía a banderear y salir en una patana morada con una estrella amarilla.

Cuando se haga algún museo del Palacio Nacional, una de esas dos sandalias debería constituirse en pieza esencial de la muestra. Así como en la Era de Tony Raful se insistía que llevaran los cuadros de los maestros dominicanos a un concierto de la Sinfónica en mangas de camisa en el mismo medio del Río Masacre para mostrar cierta atención al hermano pueblo haitiano (¿verdad, Sara Hermann?), así también una de esas dos sandalias nos mostraría que también el pueblo simple puede acceder a los recintos sagrados del poder. Tal vez por comprender la importancia de Santiago Matías es que al presidente Abinader se le ve tan rozagante cuando se deja entrevista en ese nuevo emporio de la comunicación. Y me imagino que Luis no irá en sandalia, aunque eso nunca se sabe, porque recuérdese, en el país de los Hipólitos, no se puede cambiar por Luis a mitad de un río, or something like that.

 

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El pueblo dominicano funcionaba tan bien hasta el primer Gobierno de Leonel Fernández en 1994, que los bloques propedéuticos de Roberto Cassá funcionaban a la perfección: la clase obrera por aquí, la burguesía con todas sus dependencias por allá, etc., etc.

Con la llegada de Windows 95 y la reencarnación de Joaquín Balaguer en cuanto político se han subido a la mesa, desde Guido hasta Omar para no hablar de los millones de “hijos de” que reclaman su papel en el guion patrio, se trastocaron los paradigmas esenciales de nuestra convivencia.

El proceso de chopización de la política dominicana venía desde lejos, pero no lo advertimos lo suficiente. Aquel picnic del otrora glorioso PRD de Antonio Guzmán en los jardines del Palacio Nacional y la eliminación de los gansos que ahí había instalado el Dr. Balaguer en sus Doce Años, marcaron el ritmo de la nueva Era.

Don Antonio fue la última figura de una historia donde al patriarcalismo se le sumaba honestidad, respeto. Tal vez por esa conciencia fue que poco antes de acabar su gestión decidió no soportar más ese maremágnum de envidias, zancadillas, mala fé, angurria y poner fin con su propia mano al régimen de mentiras que se instalaba. Lo que vendría después, ya lo conocemos: Salvador Jorge Blanco, los más muertos en los tres días de abril de 1984 que en abril de 1965, el descalabro para toda una generación fue la vuelta de Balaguer con el voto popular en 1986 y sus diez años posteriores.

Si bien la eficacia suiza de Roberto Cassá siguió demostrándose con sus sabias explicaciones, corroboradas por un Wilfredo Lozano meciéndose sus barbas a lo Max Weber mientras los representantes parsonsianos y mertonianos le seguían la corriente desde el comedor de la UASD o el apartamentico de Sandy subiendo Alma Máter, lo que se cocía en la sociedad dominicana era otra cosa muy distinta a lo que pensábamos y escribíamos en aquellos 80 en la gramita de Economía.