En una pasada edición abordé la realidad sobre la figura de la concesión en el ordenamiento dominicano, arribando a la conclusión en dos sentidos. El primero es que la concesión sigue viva. El segundo es que el artículo 147 constitucional, por sí solo, es base legal insuficiente para estructurar y gestionar un proceso de concesión de forma equitativa, segura y transparente para los potenciales interesados en participar de la concesión.

Además de lo anterior, recomendaba que -hasta tanto se adopte un marco normativo general- para concesionar una obra, bien o servicio público, el Estado observase los principios constitucionales de rigor (igualdad, transparencia y publicidad).

También sugerí, en tanto ‘soft-law’, observar que principios análogos a los de las leyes 340-06 y 47-20 sirvan de faro para la estructuración de cualquier proceso de concesión, sobre todo en lo relativo a la libre competencia, la participación y la razonabilidad. Aunque en ese artículo me referí a la figura de la concesión (no al contrato de concesión), mi amigo Alejandro Peña me compartió su valioso parecer respecto de lo que ha ocurrido con el contrato de concesión, advirtiendo que ha pasado de ser un contrato nominado (reglado por la ley) a ser un contrato innominado.

En mi entrega anterior indiqué que en esta edición confrontaría la figura de la concesión con la figura de la alianza público-privada. Lo primero es que, de la lectura el artículo 147 constitucional, se deduce que la modalidad de alianza público-privada no es la única que puede ser utilizada para delegar en terceros la gestión de obras o servicios públicos.  El referente más próximo de la definición de concesión (el derogado artículo 46 de la Ley 340-06) planteaba tres elementos importantes de la concesión, a saber, (a) la concesión es una facultad, (b) se otorga en atención del principio de riesgo y ventura y (c) a la concesión se asocia el derecho a utilidad razonable o tarifa que puede cobrar el inversionista a fin de “mantener el servicio en niveles satisfactorios”.

Abordemos el primero y el tercero, de forma que -por tratarse de la diferencia esencial- dediquemos mayor atención al segundo elemento. Respecto del primero de estos elementos, es obvio que, partiendo de la idea de que la gestión del servicio público es titularidad del Estado, la delegación de la gestión -a través de la concesión o cualquier otro medio- sea facultad propia del Estado. A propósito del tercer elemento, contrario a lo que la Ley 340-06 establecía, la tarifa y la expectativa de utilidad razonable no tienen como fin exclusivo “mantener el servicio en niveles satisfactorios”, sino la retribución del inversionista (“mantener el servicio en niveles satisfactorios” es una obligación esencial indisoluble de la concesión).

El segundo elemento de la definición de concesión según el derogado artículo 46 de la Ley 340-06 nos acerca a la diferencia fundamental entre la figura de la concesión y la figura de la alianza público-privada. Este versa sobre la inversión, a cuenta y riesgo del particular, necesaria para la gestión del servicio, obra o bien público. A pesar de que el artículo 46 de la Ley 340-06 fue derogado, la referencia a este principio no deja de ser importante en razón de que aplica a las concesiones especiales. El principio de cuenta y riesgo supone que el inversionista asume los riesgos propios de la recuperación de la inversión y del retorno esperado. El Estado no garantiza la inversión ni sus accesorios. Sin embargo, puede incentivar la inversión privada mediante vehículos como el monopolio de la concesión (de forma que el inversionista tenga la garantía de que toda la demanda será servida por él), subsidios, beneficios fiscales, entre otros.

El principio de riesgo y ventura es intrínseco a la figura de la concesión, es decir, no es algo propio de la concesión en el ordenamiento dominicano.  Por ejemplo, el artículo L. 1121‐1 del código de contratación pública francés define el contrato de concesión como el contrato por el cual una entidad otorgante encomienda la ejecución de una obra o la gestión de un servicio a un operador económico, al cual se le transfiere un riesgo vinculado a la ejecución de la obra o servicio (principio de riesgo y ventura), a cambio del derecho a explotar la obra o servicio objeto del contrato (o de este derecho acompañado de un precio). A propósito del principio de riesgo y ventura, añade que “[l]a parte del riesgo transferida al concesionario implica una exposición real a los caprichos [aleas] del mercado” y que “el concesionario asume el riesgo operacional cuando, en condiciones normales de operación, no se garantiza la amortización de las inversiones o costos en que haya incurrido, vinculados a la explotación de la obra o servicio que sustenta.” En resumen, en la concesión el riesgo se le asigna al concesionario (parte privada), es decir, una sola de las partes del contrato.

Pasemos a la alianza público-privada. En ‘Principles of public governance of public-private partnerships’, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico define las alianzas público-privadas como acuerdos contractuales a largo plazo entre el gobierno y un socio del sector privado donde el último financia y presta un servicio público usando un activo de capital y compartiendo los riesgos asociados (distribución de riesgos). Así, por su parte, contrario a la asignación del riesgo exclusivamente al contratista, en la alianza público-privada el riesgo se divide entre ambas partes, la privada y la pública.

La Ley 47-20 recoge la distribución de riesgos tan temprano como en el Considerando sexto y, más adelante, lo incorpora como principio, estableciendo que “[l]as alianzas público-privadas implican una distribución de riesgos entre el sector público y privado, asignando los mismos a aquel con mayor capacidad para administrarlos al menor costo posible”. Posteriormente la Ley 47-20 incorpora la distribución de riesgos en la definición de alianza público-privada, en lo tocante a presentación de iniciativas y al contrato de alianza público-privada. Los riesgos asociados a la operación no son solo distribuidos en el contrato, sino que la propia Ley 47-20 contempla un reforzamiento de la distribución de riesgos, toda vez que impide la modificación del esquema original de distribución de riesgos. Se trata de una disposición extraña, ausente en algunas legislaciones extranjeras, que impide a las partes (mediante ley) modificar un esquema de distribución de riesgos que originalmente consensuaron (mediante contrato resultante de un proceso competitivo).

En resumen, en la concesión el riesgo se le asigna al concesionario (parte privada), es decir, una sola de las partes del contrato. Sin embargo, en la alianza público-privada el riesgo se divide entre ambas partes, la privada y la pública. Podríamos pensar que se trata de un eufemismo para permitir distancia del principio de riesgo y ventura y que el Estado ahora pase a asumir riesgos relativos a la explotación subyacente o, por el contrario, para permitir nuevos esquemas de inversión para satisfacción de necesidades públicas. Sea usted el jurado.