El problema del compromiso ético relacionado con las actividades deportivas no es una cuestión meramente individual. Como ocurre con todas las otras actividades, estamos insertos en una red intrincada de relaciones que no hemos creado y donde desconocemos los entresijos.

En un articulo titulado “El gol ético de Catar” Jaime Rubio Hancock aborda este problema recordándonos una serie de calidad regular denominada The Good Place. En esta serie, los protagonistas se dan cuenta que durante siglos todas las personas han sido condenadas al infierno porque son responsables del mal que existe en el mundo, ¿Por qué? Porque cada decisión tomada en la vida social lleva a quienes la toman a ser compromisarios directos o indirectos de algún agravio.

En otras palabras, nuestras decisiones están interrelacionadas en un mundo que esta interconectado de tal modo que es inevitable que muchas de nuestras decisiones nos lleven a lo que Sasha Mudd denomina “complicidad de tolerancia”, aunque evitemos la “complicidad de participación”.

Así, establecemos relaciones comerciales, sociales y culturales con instituciones que, con nuestro desconocimiento, incurren en acoso laboral o en alguna otra práctica abusiva; compramos productos creados por empresas que dañan el medioambiente, aunque las mismas publiciten su compromiso con el planeta; asistimos a eventos inocentes o, incluso, aparentemente comprometidos con causas nobles que esconden intereses espureos.

Mudd afirma que:

“En un mundo injusto, a menudo no hay forma de actuar sin dañar o ser cómplice del daño. Pero que toda complicidad sea mala no significa que siempre sea moralmente criticable. Esto es especialmente cierto en las sociedades modernas, donde el consumo masivo nos vincula en redes globales, telegrafiando tanto el daño como el beneficio a gran escala. Hacer que el objetivo de uno sea evitar toda complicidad pone el listón increíblemente alto, exigiendo una vida de ascetismo radical”. (https://www.nytimes.com/2021/07/28/opinion/tokyo-olympics-tv-ethics.html).

En el caso específico del fútbol, así como el deporte en general, su profesionalización a gran escala dentro del capitalismo global lo convierte de modo inevitable en una red de intereses comerciales y políticos donde el modelo del éxito económico y la concentración de poder incorporan a los aficionados a la complicidad de tolerancia. ¿Es razonable exigir al aficionado abstenerse del disfrute del deporte profesional debido a su trasfondo cuestionable?