El mundial de Catar 2022 ha generado un debate ético en torno a si el apoyo a este evento deportivo nos hace cómplices de las violaciones a los derechos humanos atribuidas al gobierno de dicho país. Las denuncias informan de la muerte de más de 6,000 trabajadores que laboraron en condiciones infrahumanas para construir los estadios de fútbol, lo que se suma a las ancestrales discriminaciones contra las mujeres y contra las personas de orientación no heterosexual. (https://www.france24.com/es/deportes/20210225-trabajadores-migrantes-muertos-obras-mundial-qatar-fifa).
Una de las cuestiones discutidas es si el hecho de que seamos espectadores del Mundial de Catar nos hace incurrir en lo que la filósofa británica Sasha Mudd denominó “la complicidad de tolerancia”, un término que acuñó a propósito de los Juegos Olímpicos de Pekín (2008) para referirse a una actitud de aceptación pasiva de prácticas no éticas que generan entretenimiento o placer. (Leer en https://www.nytimes.com/2021/07/28/opinion/tokyo-olympics-tv-ethics.html).
La naturaleza de nuestro cerebro hace que deseemos replicar las experiencias que nos proporcionan satisfacción. Por tanto, no es casual que millones de personas para las que el fútbol constituye una de las vivencias más gratificantes que puedan disfrutarse se centren en los aspectos estrictamente deportivos del juego obviando los temas indeseables que también forman parte de su funcionamiento: los procesos espúreos para otorgar las sedes mundialistas, la falta de transparencia de las principales autoridades que regulan el fútbol, la complicidad con regímenes dictatoriales por motivos económicos, entre otras prácticas reprobables.
Estas acciones no son responsabilidad del fanático común del deporte, no existe aquí -empleando otro termino de Mudd- una “complicidad de participación” como la que podemos atribuirle a un funcionario que, al robar dinero del erario, se hace cómplice de empobrecer a su país. Entonces, ¿por qué un espectador cualquiera debe privarse de una experiencia placentera cuyo disfrute no produce daño directo a nadie?
La objeción a esta afirmación es que nuestra “complicidad de tolerancia” nos hace no solo consumidores masivos del juego, sino también, sustentadores del modelo de negocio que genera junto con todas sus mezquindades.
Probablemente, muchas personas agregarán que, del mismo modo en que debemos promover un consumo responsable con respecto a los productos que podemos adquirir en una tienda o en un supermercado, tenemos la misma responsabilidad con respecto a los productos del deporte para no ser compromisarios de las acciones que constituyen un agravio a la dignidad de las personas.
Mudd afirma que la principal responsabilidad moral recae sobre los atletas, los patrocinadores y los gobiernos que apoyan un evento deportivo, los que sí incurren en la “complicidad de participación”. En cuanto a los espectadores, señala que pueden desempeñar un rol activo boicoteando las actividades deportivas cuestionables, pero ante la ausencia de un boicot, pueden realizar un cálculo de daños y beneficios proporcionables por un evento. En otras palabras, podemos evaluar si los prejuicios producidos por una actividad -como el “blanqueamiento deportivo”- compensan los beneficios que pueden proporcionar como son: el clima de inspiración, la generación de empleos, el estímulo a la inversión pública o la solidaridad entre comunidades diversas.
El problema con esta propuesta es que resulta una solución personal para un problema estructural que abordaré en mi próxima entrega y que la autora roza al final de su artículo: la red de relaciones que estructuran el funcionamiento de nuestros intercambios comerciales, políticos y culturales haciéndonos compromisarios de las injusticias sociales.