La ausencia se había apoderado de toda la casa. El último ocupante, mi padre, no tuvo más remedio que abandonarla cuando la muerte lo vino a buscar.
Abrí la puerta lentamente como si con ello renegara el espanto de no encontrar a nadie. El olor acumulado se había pegado a las paredes, soltando un acaramelado sabor que impregnaba mi nariz.
Allí vivimos todos mis hermanos en alguna ocasión, antes que, uno a uno, nos fuéramos enamorando y partiendo a vivir lo que nos tocaba de vida.
El último fui yo; recuerdo que ante la ausencia de mis hermanos, navegaba libre por toda su arquitectura. Paredes blancas, piso de loza mexicana, techo de madera antigua y un amplio patio sembrado de naranjos y cocoteros.
Me fui una mañana apresurada en la que no tuve tiempo de agradecerle su abrigo. En verdad nunca le di importancia hasta este momento en el que, solo, la contemplo desde la distancia del tiempo.
Mis ojos se han aguado en lágrimas contenidas que dejo brotar sin penas, solo las penas que las provocan. Puedo ver tantos recuerdos en cada rincón de ella, que quizás, ahora, entienda la felicidad.
Siempre estuvo en nosotros; como seguro, ahora también está, cuando este momento se haga añejo y lo extrañe tanto, como aquellos otros.
Cuanto daría porque todos estuviéramos otra vez juntos, así sean solo instantes breves, inquietos, presentes. Cuanto daría por jugar de nuevo con mis hermanos por estos pasillos y tropezar y caer y levantarme.
La vida siempre fue lo que nos tocó, a pesar de nunca verla. A pesar de siempre mirar hacia afuera, tenía el calor a mi lado. Lo que soy hoy fue creado entre estas paredes y sus antiguos habitantes.
Mi madre y su inseparable mecedora, que aún ocupa el lugar de siempre y donde solía mecerse mientras resolvía crucigramas diarios de un periódico que también dejó de existir.
Ya nada sera igual en esta casa. Me toca vaciarla y acariciar recuerdos y cosas que cuidaron otros y que para mí no significan nada. Solo las fotos y ese amuleto que, curiosamente, siempre estuvo en una gaveta guardado. Una mano tallada en madera, que creo que alguna vez mi madre me dijo que había sido hecha por mi abuelo.
Tampoco estaba, pero me dejó marcado al verlo por primera vez. Desapareció en el olvido cuando todos nos fuimos y nuestros padres quedaron a expensas de los empleados domésticos. Todo se fue apagando y hoy se termina el cuento. Otra historia que acaba como siempre.
Vendrán nuevos ocupantes a imprimir sus memorias y, en algún momento, uno de ellos tendrá la desagradable misión de este instante. Un halo agridulce que ilumina y apaga penas y alegrías.
Recorro por última vez sus pasillos, no escatimo esfuerzos ni apresuro pasos. Siento una despedida alegre como si ella también recordara. Vibro en agradecimientos recíprocos, que ambos percibimos conscientes de lo irremediable.
Me marcho ligero bajo una paz conciliadora. Un perdón sincero se ha posado en mis adentros, reparando cuál acto de magia un corazón convaleciente. ¡Salud! Mínimo Vaciero