Mi casa fue, sin duda alguna, un recinto bendecido. Puedo decirlo orgulloso de ello y a la vez con la mayor sencillez sintiendo que lo que digo es cierto. Siempre estuve convencido de esa realidad y aunque, quizás para muchos, esta aseveración pueda sonar petulante y vanidosa, puedo asegurar que en ningún caso es así. La bendición es un acto de protección, una especie de manto que cubre un objeto vivo o inanimado para preservarlo de daños. En nuestro caso, cada uno de los espacios de aquel privilegiado recinto convidaba a una reconciliación con el universo y así lo percibían quienes nos visitaban. Unos y otros se acercaban en busca de un afecto que jamás les era negado en su interior.

 

Crecí en el seno de una familia numerosa plagada de  personalidades bien distintas, pero con un tronco común que nos cobijaba a cada uno de nosotros. Fueron innumerables las personas que vi cruzar por aquel patio poblado de árboles. Una tarde cualquiera  te encontrabas, de repente, con un joven que hacía una parada entre nuestras peceras, antes de marchar al conservatorio para practicar sus primeras notas como pianista del grupo musical de su padre, Cuco Valoy. O de igual modo enredabas tu mirada en la paleta de un pintor como Francisco Santos que pintaba, en las paredes de tu habitación reproducciones de Pablo Picasso. La abundancia en nuestra mesa era a menudo compartida como un hecho cotidiano que no necesitaba de invitación previa. A mi madre, Bartolina Núñez  "Ninita" le brotaba la generosidad de modo espontáneo y absolutamente natural. Una sabrosa arepa y un chocolate caliente eran los anfitriones perfectos para cualquiera de las tertulias políticas celebradas en nuestra amplia terraza.

 

De ahí, de ese terruño, volaron aves que luego ocuparían  puestos cimeros en diversas instituciones de este país. Recuerdo ver a muchas personas, algunas de las cuales, con el pasar de los años, llegarían a desempeñar cargos de enorme transcendencia. Serían, sin que ninguno de nosotros lo supiera entonces, futuros directores, secretarios de estado, personas relevantes del cuerpo diplomático, embajadores, cancilleres… Todos ellos llevarían a cabo su labor en distintos organismos o en representación   de nuestro país como el Club Mauricio Báez,  Rentas Internas, Secretaría de Estado de Agricultura,  Ministerio de Relaciones Exteriores, Dirección del Metro,  Embajada ante las Naciones Unidas o el de mayor importancia, la Presidencia de la República. Un sinfín de personalidades que supieron brillar con luz propia en sus respectivas áreas.

 

El hogar familiar es, o debería serlo siempre, un gran punto de encuentro, un refugio frente a los vaivenes de la vida, un remanso de paz. Este ejercicio de memoria, este recuento de situaciones y encuentros que poblaron mi juventud y los primeros años de mi vida, carecería seguramente de sentido,  si yo no narrara en este punto el diálogo sostenido con mi gran amigo de infancia, Claudio Ozuna. La conversación se produjo hace apenas un año, creo recordar. Él me había enviado unas fotografías del barrio. En una de ellas se veía la imagen muy sonriente de Chicho Arepa, el limpiabotas oficial del barrio. Si uno quería, en aquellos años, informarse de cualquier situación oculta, una infidelidad, una envidia soterrada, una riña, un chisme aún desconocido…tan solo tenía que acudir a limpiar sus zapatos y esperar a que él hiciera el resto y te pusiera al día.

 

Después de darle un buen repaso a las fotos, Claudio y yo nos adentramos en una conversación más íntima y cercana. En medio del diálogo dijo de pronto: "¿Sabes algo Deivid? lo que recuerdo con mayor satisfación de tu familia es que, cuando se acercaba un ciclón, tus padres ponían a disposición de todo el barrio su hogar,  ya que podía soportar con mayor garantía los embates de las lluvias y el viento" Yo, a decir verdad, nunca hubiera esperado un comentario de esa naturaleza y me sentí sinceramente emocionado. Su recuerdo me dejó una profunda impresion y me hizo reflexionar, sin la menor pretensión acerca de mi propia familia.  Después de sus palabras hice un respetuoso silencio por tan bello halago y me marché sin poder añadir nada más.