CAPÍTULO I

Le costaba procesar la vida aquella tarde. Toda frustración acaba por explosionar y tras esta es preciso peritar los destrozos causados. –Pero no ahora. Hoy  no, por favor, se dijo cansada.

La escuché tomar aire con fuerza, como cuando alguien necesita con urgencia una bocanada larga y fresca que le llene los pulmones. Estaba exhausta; física y emocionalmente hecha pedazos. La observé rendida como hacía  tiempo que no la recordaba. Un enorme vacío amenazaba con cubrirlo todo, como esa masa viscosa y sucia que se adhiere a las paredes y no puedes despegar. A veces la vida se oscurece en un instante y no entiendes por qué no elegiste declinar la jugada y mirar hacia otro lado. Y lo sabes. Sabes de antemano que apenas abierta la espita nada puede detener esa gigantesca y voraz deflagración que destroza en segundos lo que tanto ha costado elevar. Tu lo supiste –no lo niegues. Tiraste de la anilla y conozco tus razones. Tal vez creas que estoy decepcionada por ello y no lo estoy. Alguna vez debemos asumir jugar fuerte la partida cuando todo empieza a pesar demasiado. Nunca me lo dijiste, pero lo intuía en tus ojos, en ese apretar a veces los labios, en tu obsesivo intento por fingir que todo era perfecto. Y no. No lo era. Porque nada es perfecto cuando duele, aunque le des la espalda. Aunque te empeñes en mirarlo con desdén y desestimar el daño solo por salvar el tipo ante el espejo. ¡Duele joder, duele! así que grita y escupe ese jodido dolor de una puta vez.

–No, te lo aseguro, le dije. Ya no estoy enfadada.

Hay veces que la vida parece tan sencilla. Es tan fácil dejarse mecer por las cosas que llegan. Ese tipo de cosas sin importancia que vas aceptando poco a poco, sin apenas ser consciente de ello. Sin llegar nunca a asumir como propio aquello que nunca fue expresado; de dar por bueno lo que jamás se dice por no molestar, por no ofender, por no irrumpir como ciclón afeando el cuadro. Y vas cediendo territorios no pactados de común acuerdo. Tus límites pierden trazo firme en su contorno y comienza a subir a tu garganta un sabor amargo y una tristeza que a veces se hace lastre, pesada carga que no te deja conciliar el sueño.  No es siquiera, visto desde este lado, que su realidad fuera un desastre –nada más lejos–  pero yo la conocía muy bien. Demasiado bien para pasar por alto sus noches de insomnio cuando le asaltaban las dudas. Ella era un ser caótico, sinceramente lo era y el hecho de quererla no la excusaba de nada.

Yo sabía tan bien, como que la noche se pierde en la oscuridad sin sombras, que al día siguiente sería otra de nuevo. La había visto renacer de sus cenizas muchas más veces de las que podía recordar. Y es que ella era así, loca. Profunda y decididamente loca. Puesta a escoger, no dudaba nunca y con férrea voluntad de valkiria elegía su propia destrucción si era preciso. Pasé muchos años a su lado y nunca supe determinar cuál era la razón que guiaba sus pasos ni ese enfrentarse a la vida sin poner cuidado, retándola siempre de frente y a cara descubierta. Le pedí en tantas ocasiones que protegiera sus costados, pero ella reía con tantas ganas que yo hacía tiempo que había arrojado la toalla. Soltaba una carcajada sin importar dónde estuviera con aquella risa franca, desubicada y a veces triste que le asaltaba; esa risa que estiraba, un poquito torcida la comisura de sus labios, dándole aquel aspecto de duende travieso que nunca pude dejar de amar.  Y yo la dejaba hacer. Permitía que me sedujeran sus palabras y sus ojos; caía una y otra vez en esa red que extendía a mis pies. Casi desde el principio fui consciente de que ella nunca supo que lo hacía. Nunca llegó a ser consciente del poder que tenía sobre mí.

continuará…