Una de las implicaciones del constitucionalismo social y, por tanto, del reconocimiento de la cláusula del Estado «social» y democrático de Derecho es la socialización del ordenamiento jurídico a través de la protección de un conjunto de derechos fundamentales que procuran unos mínimos vitales para asegurar una vida digna y el desarrollo de las personas en un marco de justicia social. Uno de estos derechos es el «derecho al medio ambiente».
En efecto, la Constitución de 2010 incorpora el elemento ecológico como un principio constitutivo del Estado, lo cual se manifiesta con el reconocimiento del enfoque natural del medio ambiente (artículo 14 y siguientes) y con su constitucionalización como un auténtico derecho fundamental de carácter colectivo y difuso (artículo 67). Es decir, como un derecho transindividual e indivisible que no sólo pertenece a las personas (dimensión individual), sino también a toda la comunidad (dimensión colectiva). Este derecho se encuentra estrechamente vinculado con “la riqueza nacional, el patrimonio público y el propio futuro del pueblo dominicano” (TC/0167/13 del 17 de septiembre de 2013), de modo que el Estado debe adoptar las medidas necesarias para asegurar su protección (Jorge Prats, 2012).
El derecho al medio ambiente se concretiza: (a) en el derecho subjetivo de las personas de gozar de un ambiente sano y ecológicamente equilibrado; y, (b) en la responsabilidad del Estado de velar por la protección, conservación y preservación de los recursos naturales y la participación de las comunidades en el cuidado de la integridad ambiental.
Para dar cumplimiento a lo anterior, el legislador pone a cargo del Ministerio de Medio Ambiente y Recursos Naturales la planificación de la explotación y aprovechamiento de los recursos naturales. En efecto, es a esta entidad que le corresponde la tarea de autorizar el funcionamiento de todas aquellas actividades que son fundamentales para el crecimiento económico, pero que conllevan un nivel de riesgo importante para el medio ambiente.
El medio ambiente tiene un carácter transversal (artículo 7 de la Ley 64-00). Es decir que se extiende a todas las actividades humanas y naturales. De ahí que el Estado tiene la responsabilidad de integrar la protección del medio ambiente en la elaboración y realización de los planes y programas generales de desarrollo económico y social. En otras palabras, las políticas públicas adoptadas por el Estado deben tener un enfoque ambiental.
De lo anterior se infiere que la protección al medio ambiente tiene una indudable repercusión en las actividades económicas y sociales de las personas. La función esencial del Estado consiste en gestionar de manera adecuada los riesgos que generan dichas actividades para mitigar las perdidas e impactos ambientales. Dicho de otra forma, no se trata de prohibir las actividades que representen algún riesgo para los recursos naturales, sino que el Estado debe buscar un «equilibrio» entre la protección del medio ambiente y aquellas actividades que generan riesgos, pero que son fundamentales para asegurar el desarrollo económico y comercial de las comunidades y mejorar la calidad de vida de las personas.
Así lo reconoce el Tribunal Constitucional, al señalar que “cualquier actividad comercial o económica que se realice representa en sí un riesgo -que en algunos casos es mínimo, incluso imperceptible, y que en otros es muy alto para la comunidad, una ciudad, un país e incluso el planeta en su conjunto-. Sin embargo, hay riesgos que, cuando son menores y controlables, se asumen en favor del desarrollo económico y comerciales de las sociedades”. La responsabilidad del Estado es determinar “los parámetros, medidas de seguridad y distancias”, considerando “el potencial riesgo que -dichas actividades- representan para la salud y el medio ambiente” (TC/0223/14 del 23 de septiembre de 2014).
Continúa el Tribunal Constitucional indicando que siempre que la Administración Pública competente, en este caso el Ministerio de Medio Ambiente y Recursos Naturales, “verifique el cumplimiento con los parámetros, condiciones y distancias, (…) en principio, se puede asumir que los derechos fundamentales se encuentran debidamente protegidos” (párrafo q).
Existe una línea muy fina entre la defensa racional y objetiva del medio ambiente y el populismo ambiental. La sostenibilidad ambiental constituye uno de los valores supremos que sirven de referentes para la creación, aplicación e interpretación de las normas. De ahí que es importante defender y demandar la protección, conservación y preservación de los recursos naturales, pero sin caer en un discurso demagógico que procure el cierre de actividades económicas y comerciales que cumplan con los parámetros, condiciones y distancias establecidas por las disposiciones normativas. Es decir, actividades que se desarrollan dentro del riesgo permitido por el órgano rector de la gestión medioambiental.
El Estado debe buscar un equilibrio entre las actividades humanas y el medio ambiente, a fin de mejorar la calidad de vida de las personas. Se trata de asegurar la gestión eficaz de los riesgos para minimizar pérdidas humanas, económicas y ambientales.