El dueño de Radio Radio, Rafael Martínez Gallardo, resultaba recio, a ratos con rasgos de psicorrígido cuando se trataba de su emisora. Jesús Rivera, el director, era parsimonioso, amigable, pero ético y con una visión bien definida de su rol de cara al personal y a la sociedad de los años ochenta. Para los dos, la calidad era innegociable.

En “La emisora de los éxitos, que transmitía desde sus estudios en el segundo piso de la tienda El Palacio, en la histórica calle el Conde esquina 19 de Marzo, había un código no escrito que costaba caro violarlo.

La calidad de la música servida a los oyentes se garantizaba con los siguientes criterios:

los discos llevados a la estación, ya por las disqueras o de manera personal por artistas o sus emisarios, antes de ser aprobados debían pasar por un cedazo en el estudio de grabación.

Se verificaba el nivel de limpieza de sonido y el contenido textual. Si se escuchaba mal o las letras incitaban a la violencia, a la promiscuidad o dañar la dignidad de las personas, sencillamente, no entraban a la amplia discoteca del locutorio.

Letras sanas y fidelidad del sonido eran los parámetros para entrar a la parrilla programática. Estaba prohibida la payola o pago por lo bajo para tocar los temas musicales, aunque fuesen malos.

Por su selección, diversidad y limpieza, la amplia discoteca ganó así gran fama. Tanto que servía de referencia a algunos medios de la competencia y a reconocidos artistas como Fernando Villalona, Wilfrido Vargas, Tony Seval, entre otros, que pasaban o enviaban representantes para hurgar en sus compartimientos los éxitos que luego convertirían en nuevas versiones.

La programación era generalista y los oyentes, protagonistas en su estructuración, incluyendo la presentación de listas de favoritas (Hit parade). Llamaban durante todo el día a los dos teléfonos de la cabina, sus peticiones eran anotadas en cuadernos y luego valoradas por la Dirección.

Otras emisoras a menudo emulaban sus propuestas programáticas, o se decantaban por el facilismo de “darle a la gente lo que le gusta”, en el entendido de que la basura es su preferencia.   

Radio Radio tenía programas simbólicos que deberían ocupar un lugar preponderante en la historia de los medios en República Dominicana.

Por originales y por su calidad, resaltan: Sábado Viejo, Recuerdos del Club del Clan (Nueva ola en español), Historia de los Éxitos, Desfile de Éxitos, Proscenio (marca Jesús Rivera), Tangos Inolvidables, El Mundo de la Infancia. En su momento recibieron los principales premios nacionales.

La emisora operaba con un transmisor de baja potencia (1 kilo o mil vatios) en amplitud modulada (AM), y carecía de repetidores en el territorio nacional; sin embargo, en la capital superaba en audiencia a otras con gran alcance. Se trataba de públicos diversos, de todas las clases sociales e instrucción.

Desde el punto de vista comunicológico, en la propuesta a los públicos subyacía la convicción de que “a los públicos no se le da lo quieren, sino lo que necesitan para cambiar”.

La falta de ese criterio es el “talón de Aquiles” en muchos de los hacedores de radio y televisión de estos tiempos.

Parten de idea de que todo se vale en el “neoliberalismo salvaje”, incluida la transgresión de todas las normas sociales y la posverdad, para negociar con base en el sensacionalismo y el amarillismo.

Su buque insignia es el desenfreno verbal, la bulla, el discurso violento como preludio de la violencia en el terreno; la exacerbación y validación de todo tipo de vicios, la justificación de la corrupción, la explotación del morbo, la promoción de la metodología para delinquir, la superficialidad como recurso de ocultamiento de los males de fondo que aquejan a las comunidades.

El alegato es que lo de ellos es un negocio y, por tanto, “a la gente hay que darle lo que le gusta”. Este emplazamiento es pernicioso y está lejos de reflejar toda la verdad.

En realidad, en términos mediáticos, los públicos son arrinconados. Los someten a un bombardero sistemático de productos cuyo único propósito es anular su pensamiento para cosificarlos y convertirlos en consumidores acríticos de cuanta basura le proyecten.

En pocas palabras, se busca neutralizar sus cerebros y moldearlos conforme un patrón predeterminado a costa de enajenar a la sociedad.

Se trata de una avalancha de veneno que anula en los perceptores la posibilidad de identificar alguna opción saludable en el mercado de los medios de comunicación. Porque es el espejo que le presentan, y se lo presentan como lo bueno.

Es decir, algo parecido a que usted amarre de pies y manos a una persona, en un lugar solitario, y solo le ofrezca excrementos como comida, y agua sanitaria para calmar la sed.

En cuestión de uno o dos días, no resistiría la sed y se verá en la disyuntiva de morir o apelar a las aguas residuales. Y, al cabo de dos más, quizá no resista el hambre y tendrá que escoger entre la vida y la “comida” que le han dejado.

Eso no significa que esa persona sometida prefiera desechos en vez del agua potable y la buena comida. Sencillamente, le sustrajeron el derecho a consumir calidad.

Un ejercicio responsable de la gestión de emisoras y televisoras manda a producir, no a improvisar. Y a la autorregulación, para resistir las tentaciones de la banalización y depurar los contenidos. Los socialmente comprometidos lo saben, y no necesitan vigilancia ni ataduras legales para actuar en esa dirección.

En el objetivo de construir una sociedad educada, sana y en paz, cada quien debe cumplir con su deber. Es mucho lo que se puede aportar desde los medios.