Soy reticente a la hora de escribir sobre aquello de lo que todo el mundo habla y elijo, de modo consciente e inmediato, irme casi siempre por la vía contraria. Odio, y es bien conocido en mi caso, los estereotipos y lo muy manoseado. Rehuyo, como el diablo a la cruz, encuentros interesados, eventos y pavoneos, ya que creo con firmeza que no es en ese tipo de entornos donde se cuece la verdadera literatura; sin embargo y la realidad paradójicamente me da con frecuencia prueba de ello, es precisamente en esos conventos donde se ensalza y se canoniza lo efímero, lo pasajero. Los cazadores de premios y diplomas, rara vez se percatan de que los auténticos escritores viven -en su inmensa mayoría- por debajo del nivel del mar o bien ocultos en la espesura del bosque y no por vaga e insustancial vanidad ni por sentirse imprescindibles escudados tras una falsa modestia, sino por una razón de carácter más íntimo y personal. Considero, de igual modo, que es preciso huir de distracciones y evitar el peligro de exaltar el propio ego al mirar nuestro reflejo en múltiples espejos. La mesura y la discreción juegan un papel fundamental en este oficio que muchos confunden, en demasiadas ocasiones, con escenarios de farándula y alfombra roja.
Si nos detenemos a observar a muchos de los galardonados, podríamos afirmar que en su inmensa mayoría están muy por encima del premio recibido. Su manera de ser, modesta y reservada, dice con claridad que en ellos prima más el sacerdocio y su dedicación a la tarea en la celda del convento, que el hecho de disfrutar del jolgorio y someterse con mal disimulado agrado a la prueba de los medios. Muchas escritoras y escritores, por el contrario, solo entienden del trabajo solitario y realizado a puerta cerrada; ese cincelar calladamente cada frase y cada una de sus obras, sin saber cuál será el resultado ni perseguir de manera consciente un galardón que no saben de antemano si alguna vez llegará a tocar su puerta. Son ese tipo de autores y poetas que al ser sorprendidos con el preciado Nobel nada cambia en su interior, mientras muchos lectores llenos de esnobismo salen de inmediato a la caza de sus libros cual mercenario en busca de un antílope con determinadas características que le conceden valor. Son esas obras que cada año todo coleccionista de libros quiere colocar en el salón de su casa adornando, la ya extensa biblioteca, con un trofeo más.
Personalmente me produce una profunda tristeza comprobar que la literatura cae, en ciertas ocasiones, en manos de aquellos que la sienten como un peldaño de ascenso, mera ostentación con la que escalar prestigio y hacer fulgurar una estrella que jamás llegará a tener luz propia. Y es en este momento cuando adquiere sentido el titulo de este artículo "la ausencia agradecida" ya que son muchos los que jamás llegaron ni llegarán a recibir, en la Sala de Conciertos de Estocolmo, el anhelado premio Nobel otorgado por la Academia sueca cada año. Son tan solo unos pocos narradores y poetas los que han obtenido tan prestigioso reconocimiento, a veces por méritos de sobra conocidos, otras desconocidos sus nombres y sus obras para muchos lectores. La mayoría y salvo escasas excepciones, son personas que caminan sin estridencia ninguna y de muy bajo perfil en los medios; premiados a los que a pocos, anteriormente, se les hubiera ocurrido tomar una foto para ser publicada en la revista cultural de turno o en la primera plana de un periódico.
Este hecho debería constituir toda una enseñanza y un modelo a seguir para cuántos cada año, cuando se va anunciar cualquier premio del mundo de las letras, insalivan como perros de Pávlov por el mero hecho de escuchar su nombre como posibles candidatos. Mientras, el mundo está lleno de pequeñas hormiguitas silenciosas empeñadas en trabajar días y días, años incluso en una novela y que a diferencia de estos últimos mueven indiferentes su cola ante un reconocimiento que no les convierte de la noche a la mañana en mejores escritores. En este punto me planteo la incógnita de qué pensarían en su momento escritores de la talla de Jorge Luis Borges, Frank Kafka, Juan Rulfo y tantos otros de enorme talento que jamás llegaron a obtener dicho reconocimiento.
Ahora bien, en mi inagotable fantasía puedo imaginar perfectamente a Han Kang, autora distinguida con el máximo honor literario de este año, sentada tranquilamente en la terraza de la cafetería del Conde y a su lado, en la mesa contigua, algunos personajes -sempiternos buscadores del último autor de moda- siempre al acecho para tomarse la foto que les permita trascender a la vista de todos. Ninguno de ellos repara en la presencia de la escritora surcoreana ni es consciente de que la persona que está a menos de un metro es la ganadora del premio Nobel de literatura. Pero puedo observar que unas cuantas mesas más allá y ajeno a todo cuanto le rodea, se sienta en solitario Haruki Murakami. Le puedo ver ensimismado en su propia ensoñación y muy distante de cuanto sucede en el local. El grupo se aproxima con urgencia al autor japonés con el fin de capturar esa imagen que les inmortalice a su lado. Es como si los números de la loto coincidieran con la hilera de dígitos que te entregaron en la factura de la cafetería y al salir la hubieras arrojado al primer zafacón que encontraste en el camino. Irónicamente sucede más tarde, cuando se anuncian los números ganadores, que uno se da cuenta de que tuvo la fortuna al alcance de la mano y que dejó escapar la posibilidad de hacerse con ella. Es lo que suele ocurrir con aquellos que tan solo reconocen el talento cuando se lo ponen delante y es de dominio público. Solo cuando el reconocimiento es bendecido por todos son conscientes de que una vez más perdieron su oportunidad. El mundo, lamentablemente, es abundante en este tipo de personas de corta visión.