Durante el primer semestre del año la Superintendencia del Mercado de Valores ha emitido diez advertencias llamando la atención sobre la existencia de distintas sociedades no inscritas en el Registro del Mercado de Valores con miras a advertir al público que cualesquiera valores que éstas ofrezcan violan la Ley No. 249-17 del Mercado de Valores y representan un instrumento ilegal y riesgoso. La SIMV hace bien publicando este tipo de aviso pues en adición a su función de regulador del mercado de valores, debe velar por la protección de público inversionista lo cual puede incluso ameritar la persecución de los infractores por la vía administrativa y/o penal dependiendo de los hechos en particular.
La relevancia de una debida aplicación de la Ley 249-17 es inmediatamente aparente cuando uno interioriza que el concepto de “valor” previsto bajo la norma es amplio. Es común – y no descabellado – pensar primero en acciones y bonos cuando se discute el mercado de valores, pero éstos solamente son dos tipos de valores previstos bajo la ley, no obstante, sean los más relevantes en la práctica. Por tanto, el punto de partida para la aplicación de la Ley 249-17 es definir un “valor” pues la norma y su régimen únicamente cubren los valores objeto de oferta pública (i.e., en sentido llano un ofrecimiento hecho al público en general – así como lo es un anuncio de una tienda publicado en un diario nacional o en una red social, aunque puede tomar muchas formas distintas).
La definición de “valor” bajo la ley arroja una amplia red, pero al mismo tiempo es un poco ofuscante. Se dice que un valor es “un derecho o conjunto de derechos de contenido esencialmente económico, que incorpora un derecho literal y autónomo que se ejercita por su titular legitimado.” Una vez se cumpla con este criterio también hay que agregar el elemento “público” de la oferta respecto del valor para entonces determinar que se está ante un valor sujeto a la Ley 249-17. De entrada, no resulta difícil identificar por qué las acciones y los bonos son los valores por excelencia: ambos son derechos de contenido esencialmente económico (que forman parte de la estructura capital de una sociedad) y que son identificables por sí solos (mediante el mecanismo de anotación en cuenta).
Luego existen otros valores que resultan más capciosos, o grises, si se prefiere. Veamos el siguiente ejemplo: un promotor que posee plantaciones de cítricos procede a ofertar y vender distintos tramos de las plantaciones a compradores ofreciendo a la vez contratar con los compradores para que éstos le arrienden sus respectivos tramos al promotor (en otras palabras, un “leaseback”). El promotor luego cultivó y cosechó las plantaciones y procedió a vender los cítricos en nombre de los propietarios. Tanto el promotor como los propietarios compartieron las ganancias, pero los propietarios no tenían experiencia en temas de agricultura y no participaron en la cosecha y siembra de sus tractos (ni tenían acceso a ellos conforme a los términos del arrendamiento). En adición, esta estructura contractual fue ofertada públicamente.
Precisamente estos hechos fueron evaluados por la Suprema Corte de los Estados Unidos de América en el caso seminal SEC v. W.J. Howey Co., 328 U.S. 293 (1946). En ese caso la pregunta era si esa relación contractual constituía un “contrato de inversión” que por tanto tornaba aplicable el régimen federal de valores. A diferencia de la ley dominicana que directamente salta al concepto de “valor”, el equivalente estadounidense (Securities Act of 1933) define “valor” (§ 2(a)(1)) con un “laundry list” de títulos que tradicionalmente se consideran valores (e.g., acciones, bonos, notas, etc.) pero igualmente incluyó un concepto no definido de “contrato de inversión” que en la práctica fungió como el concepto “catch-all”.
Cuando los promotores en Howey no registraron su esquema contractual como una oferta pública de valores, el Securities and Exchange Commission (SEC) inició acciones legales argumentando que la combinación de la venta y el arrendamiento constituía un valor sujeto a registro para ser ofertado públicamente. La Suprema Corte estuvo de acuerdo con el SEC y definió lo que entendía que es un “contrato de inversión” a través de una prueba de cuatro elementos (el “Howey Test”). Sucintamente, un contrato de inversión existe si una persona (1) invierte su dinero (2) en una empresa (“enterprise”) conjunta (3) con la anticipación de beneficios (4) a ser derivados de los esfuerzos de terceros o de los promotores.
Si bien en República Dominicana no tenemos un elemento equivalente a un contrato de inversión bajo nuestra definición de “valor”, el razonamiento bajo Howey es relevante para mejor entender nuestro concepto de “valor”. Como se dijo anteriormente, un “valor” se refiere a un derecho de contenido esencialmente económico que existe por su propia cuenta y tiene un titular. En otras palabras, la Ley 249-17 prioriza la sustancia sobre la forma en aras de proteger a los inversionistas sin dicha misión verse mermada por consideraciones formulistas. Si vemos los hechos de Howey bajo la Ley 249-17 igualmente estaríamos ante un valor (previsto que se cumpla por otro lado con el elemento de “oferta pública”) pues se tiene un conjunto de derechos esencialmente económicos consistentes en la venta, combinada con el arrendamiento y el cultivo (un elemento de servicio) de los tractos con mira a la venta de los frutos, que de manera combinada constituye una serie de derechos autónomos dentro de un caparazón económico que pueden ser ejercitados por su titular. Visto de otra forma, si los promotores en Howey hubiesen incorporado una sociedad y ofertado sus acciones públicamente en lugar de estructurar el negocio a través de los diferentes contratos, este esquema hubiese sido indudablemente una oferta pública sujeta a la regulación bursátil. Conversamente, estructurar ese negocio de forma alternativa para que no parezca un “valor” igualmente torna aplicable la regulación bursátil si el elemento de oferta pública se cumple.
La moraleja de Howey es que la sustancia siempre le ganará a la forma en la regulación bursátil. En el día a día se ven muchos valores diferentes a acciones o bonos que constituyen igualmente valores por sus características y requieren su debido registro y autorización por ante la SIMV. La SIMV actúa correcta y prudentemente cuando llama la atención a estas ofertas pues cumple con su mandato legal y de orden público de velar por el público inversionista que ciertamente puede resultar víctima de formulismos legales que procuran esquivar la regulación. En definitiva, si algo camina como un pato, suena como un pato y parece un pato, es un pato.