Tan pronto le dije al taxista que iba a la Alhambra, recosté la cabeza en el asiento y pensé en lo tarde que estaba. Había quedado en encontrarme con Anthony Seidman a las nueve en el área de las taquillas. Pero ya pasaban las nueve y media. Por suerte, estaba cerca y al taxista le tomó menos de quince minutos subir la cuesta que lleva a la Alhambra. Ya arriba, anduve hasta las taquillas, donde había una larga cola de turistas procedentes de todas partes del mundo. Ya me habían advertido acerca de las multitudes. La noche anterior, mis anfitriones, los poetas Paula Bozalongo y Javier Bozalongo, me explicaron que la Alhambra es el monumento más visitado de España y que debía adquirir las taquillas con antelación. Para que se hagan una idea, se calcula que lo visitan casi tres millones de personas cada año.

Por suerte, cuando me encontré con Anthony, que tenía puesta una llamativa camiseta de El Monstruo de la laguna negra, este me dijo que ya las había comprado. Esto me sorprendió porque Anthony es poeta y el cliché es que los poetas son despistados. Bueno, al parecer, yo le hago justicia al cliché. La tarde anterior estuvimos paseando por Granada y de pronto Anthony señaló cinco casuchas abandonadas y dijo que esa era La Alhambra.

— No puede ser —le dije ofuscado.

—Lo es, güey.

Al minuto comprendí que me estaba bufeando. Anthony es estadounidense, oriundo de Los Ángeles, California. Llevaba más de una semana en Granada, debido a que fue a acompañar a su esposa que es profesora universitaria y que estaba dando un curso de verano en la Universidad de Granada. Además de poeta, es traductor y habla con un español puntuado de mexicanismos y arcaísmos. Me contó que en Granada hacía tanto calor que apenas salía del hotel y cuando lo hacía paseaba por la Navas, una calle estrecha repleta de terrazas con toldos y aspersores que se activan cada minuto para refrescar a los clientes. Según Anthony, los aspersores más bien lo que hacen es aumentar la humedad y dar la sensación de que te están cocinando al vapor.

—Ahí me siento como un pinche tamal.

—¿Por qué no habías venido a la Alhambra? —le pregunté extendiendo los brazos hacia la frescura y el verdor de las instalaciones.

—No quería venir solo.

Sin embargo, hay tantos turistas que por más que uno anhele la soledad y solazarse en la belleza de los alrededores resulta imposible. Sin querer queriendo, como ocurre con frecuencia en los museos, acabamos mezclados con un grupo de gringos mochileros que eran guiados por una andaluza veinteañera, una mente brillante que parecía saberlo todo sobre la Alhambra. Ya que la pregunta fundamental de estos gringos consistía en si en las inmediaciones se habían filmado escenas de la serie Juego de Tronos, levanté la mano y pregunté la etimología de la palabra Alhambra.  La guía se irguió contenta como si estuviese esperando la pregunta para arrancar la visita. Explicó que procede de una palabra árabe que significa rojo y que tal vez la nombraron así porque sus muros están construidos de argamasa roja. Aunque también existe la posibilidad de que lo hayan escogido como homenaje a su ideólogo, el rey Mohamed ben Alhamar, que tenía la barba de ese color.

Avanzamos por senderos rodeados de cipreses y mirtos, maravillados por la pulcritud de los jardines, por los huertos distribuidos por terrazas a diferentes alturas y por el agua que es el alma de la Alhambra y que desde la Edad Media no ha parado de fluir a través de las acequias, los canales, las cañerías, las fuentes, los surtidores hasta llenar las pilas, los aljibes, los pozos y las piscinas.

La Alhambra alberga dos áreas principales: la Alcazaba, considerada como el cuartel de la guardia real, y la medina, donde se encuentran los célebres Palacios Nazaríes y el resto de las residencias. También hay un palacio independiente frente a la Alhambra, que fue espacio de descanso de los reyes granadinos, el Generalife, donde tienen la Escalera del Agua, una escalinata de piedra que en los extremos donde deberían estar unos pasamanos corre un flujo de agua cantarina que cuando la toqué estaba fría. Tanto la altura como estas ingeniosas construcciones contribuyen a la frescura del ambiente. La ola de calor que en España seguía haciendo estragos en La Alhambra apenas se sentía.

Entramos a los Palacios Nazaríes, el plato fuerte de la Alhambra, donde está el famoso y enigmático Patio de los Leones, el ​​Salón del Trono, el Cuarto Dorado, el Palacio de Comares, la Sala de los Embajadores y el Patio de los Arrayanes.

A medida que recorríamos los pasillos la guía iba contando cómo llegó a su fin el poderío musulmán. Muhammad XII, conocido por los cristianos como Boabdil el Chico, fue el último rey islámico de España. Entregó al amanecer del 2 de enero de 1492, en el palacio en que estábamos, las llaves de la Alhambra a un hombre de confianza de los Reyes Católicos. Cuenta la leyenda que, al salir de Granada, camino de su exilio en las Alpujarras almerienses, cuando subía una colina, volvió la cabeza para ver su ciudad por última vez y lloró. A su lado, su madre, la sultana Aixa, le reprochó: “Llora como una mujer lo que no supiste defender como hombre”. La colina desde donde Boabdil el Chico observó Granada y La Alhambra se conoce como El Suspiro del Moro.

Inspirado en parte por la leyenda, Salman Rushdie escribió El último Suspiro del Moro que editó en 1995. Fue la primera novela que publicaba luego de que en 1989 el ayatolá de Irán, Ruhollah Jomeini, le declarase una fetua por su libro Los versos satánicos. En ese entonces, el líder islámico hizo un llamado para que “todos los valientes musulmanes, donde sea que estén en el mundo”, lo mataran sin demora. El pasado 12 de agosto, más de treinta años después de la fetua, el autor británico estaba a punto de dictar una conferencia, en la Institución Chautauqua de Nueva York. De pronto un joven se abalanzó sobre él, lo lanzó al suelo y le propinó varias puñaladas que, por suerte, no llegaron a quitarle la vida. Desde entonces, Rushdie, de 75 años, se encuentra postrado en una cama recuperándose.

Me impresiona pensar que, en esa misma horizontalidad, el protagonista de El último Suspiro del Moro, quien agoniza a lo largo de la novela, va relatando la historia de su linaje, de sus desventuras y de sus proezas. Vuelvo a la novela, porque hay un pasaje, casi al final del libro, que evoca a la Alhambra y que nos trae a la mente la derrota de Boabdil el Chico:

“La Alhambra, el fuerte rojo de Europa, el palacio de formas entrelazadas de secreta sabiduría, de patios de placer y jardines de juegos de agua, ese monumento a una posibilidad perdida que, sin embargo, ha seguido en pie mucho después de que sus conquistadores cayeran; como un testamento al amor perdido pero dulcísimo, al amor que dura más allá de la derrota, más allá de la aniquilación, más allá del desespero; al amor derrotado que es más grande que lo que lo derrota, a la más profunda de nuestras necesidades, a nuestra necesidad de confluir, de poner fin a las fronteras, de dejar caer los límites del propio yo. Sí, la he mirado a través de una llanura oceánica, aunque no se me ha concedido entrar en sus nobles patios. La miro desvanecerse en el crepúsculo y, al apagarse, me llena los ojos de lágrimas.”

Salimos de los Palacios Nazaríes en silencio. Anthony y yo nos separamos de los mochileros gringos y de la simpática guía. Compramos unas cervezas de lata en una tienda y nos las bebimos en la Plaza de los Aljibes, reflexionando sobre lo que habíamos visto. De ahí caminamos en dirección a la Alcazaba. Atravesamos la Plaza de Armas para subir a las murallas y a las diferentes torres. Aunque nuestro verdadero objetivo era subir a lo más alto, a la Torre de Vela, que tiene por sí sola casi 27 metros de alto y que posee una panorámica impresionante de Granada. Tan pronto llegamos a la cima, luego de subir unas escaleras infinitas, nos sentamos a mirar a las casas con sus tejas, a los cipreses, a los edificios más modernos y yo traté de buscar el de los poetas Bozalongo –Javier y Paula–, pero no lo logré ubicar.

—¿Nos vamos? —le pregunté a Anthony.

—Simón.

Bajamos a pie hasta el Albaicín y tras almorzar unos falafel, nos despedimos y yo seguí solo, sin volver la vista atrás, al contrario de lo que hizo Boabdil el Chico, ya que no me quería topar con la Alhambra y ponerme a llorar. No es broma. Tenía varios de los síntomas del síndrome de Stendhal y sabía que si me descuidaba me echaría a llorar como un niño. Llegué al edificio de los Bozalongo y me puse a empacar. Le pedí a Paula que por favor me reservara un bus con destino a Madrid y tras darle un abrazo caluroso bajé las escaleras, detuve el primer taxi que pasó y le pedí que me condujera hasta la estación de buses.

Dormí gran parte del trayecto hacia Madrid, pero en un momento, sin razón aparente, abrí los ojos y vi por la ventanilla que al fondo de la llanura de olivos se distinguían varios molinos de viento modernos con sus enormes aspas girando bajo el sol. Le pregunté a la señora que tenía al lado que por dónde íbamos y me dijo que pasábamos La Mancha. Miré por la ventanilla un rato como esperando algo, hasta que se me cerraron los ojos de nuevo y volví a dormir.

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