En el mundo narrativo de Franz Kafka siempre hay una especie de extraña incomunicación: de monólogo o de diálogo de sordos. En El castillo (1926), el agrimensor K., el personaje protagonista, es invitado por un señor a medir una tierra; sin embargo, este señor nunca lo recibe ni le responde ni lo deja entrar a su castillo, pese al tiempo que lo deja esperando. No hay diálogo ni sucede nada. Solo un silencio, un suspenso, y una mudez despiadada e incomprensible. El castillo es inexpugnable. El agrimensor insiste en penetrar para hablar con el señor, incluso por teléfono, pero es inútil. A través de otras personas, intenta hablarle o enviarle un mensaje: le da posibilidad; empero, no se sabe cuándo será que lo recibirá o le responderá. El agrimensor, ante esta incomunicación, se llena de angustia, impotencia, desesperación y ansiedad. El silencio, la sordera y la mudez se vuelven aquí desgarradores y un castigo impiadoso, como si fuera la representación simbólica de un Señor que encarna el silencio y la incomunicación con los hombres. O un dios que vive solo, ensimismado, en un castillo inaccesible, impenetrable, y que no se comunica con las personas humanas: Dios es acaso el señor del castillo. Es un dios todopoderoso que ve en los seres humanos apenas a criaturas insignificantes. En esta obra, que representa una parábola de poder entre el hombre y dios, el orden divino y el orden humano, K. muere sin poder llegar al castillo.
En Kafka siempre está la idea de la postergación, al decir de Borges. Es decir, en sus obras siempre hay un aplazamiento infinito, que crea una atmósfera angustiosa y desasosegante, y que acaso sea “lo kafkiano”, esa situación enrarecida en la que él sumerge al lector. Siempre hay un callejón sin salida; algo está siempre por suceder y no sucede; algún desenlace espera el lector de una intriga, pero nunca se produce. El lector se hace la idea de la resolución del conflicto dramático: espera un final que nunca llega. Siempre está el fracaso del lector en su tentativa por conocer el final de la trama narrativa, porque en Kafka, sus personajes, son siempre seres fracasados, desdichados, sin éxitos. Todo desenlace es infinito: el fin nunca llega; nada es seguro, cierto, lógico: todo se deshace, todo se desvanece en su sentido lineal. Todo se vuelve circular, laberíntico, infinito: hay una lógica del absurdo que funciona como técnica narrativa. Los hechos se vuelven ilusorios, las situaciones intolerables. En las narraciones de Kafka, lo importante no es el final sino el argumento en sí; el ambiente, no el lenguaje; el factor psicológico y la parábola en sí, antes que la anécdota. En cierto modo, son fábulas sin moralejas, cuyas enseñanzas residen en las parábolas que nos dejan, no así en la historia contada. Asimismo, los personajes y sus perfiles psicológicos, son más importantes que los acontecimientos. En sus narraciones da la impresión, en apariencia, de que ocurren muchos acontecimientos, pero, en realidad, no ocurre nada. Kafka solo crea, en cada texto, una atmósfera psicológica, que se desvanece en el espacio: una situación absurda, que se disipa en el tiempo del relato y en el tiempo de la historia contada. En suma, a sus textos los gobierna la ley de la verosimilitud de lo fantástico y lo absurdo.
Borges, en su texto Kafka y sus precursores, ve en El castillo de Kafka el mismo problema filosófico de la paradoja o aporía de Zenón sobre el espacio, el tiempo y el infinito, imagen que el autor argentino usa como mecanismo narrativo para articular la trama de un puñado de sus cuentos, en una especie de técnica de caja china. Consiste en la siguiente idea: “Un móvil que está en A no podrá alcanzar el punto B, porque antes deberá recorrer la mitad del camino entre los dos, y antes, la mitad de la mitad, y antes, la mitad de la mitad de la mitad, y así hasta el infinito; y la forma de este ilustre problema es, exactamente, la de El castillo, y el móvil y la fecha y Aquiles son los primeros personajes kafkianos de la literatura”. Borges vio justamente en esta novela de Kafka la representación simbólica de esta misma paradoja espacio-temporal sobre el movimiento y la flecha del tiempo, en su ensayo La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga.
Kafka vivió una infancia no feliz sino infeliz, con un padre que lo maltrataba, vejaba y humillaba, y por tanto vivió lleno de temores e inseguridades. Con un padre que no le hablaba sino que le gritaba y le daba órdenes y hacía recriminaciones: que lo tiranizó y menosprecio, y cuyas huellas psicológicas mellaron su carácter, pero de las que extrajo una enorme rentabilidad literaria para tejer algunas de sus tramas narrativas. Y que usó como mecanismo de resiliencia de escritura y sucedáneo para su oficio de escritor. De esas desavenencias, de ese conflicto con su progenitor, sumado a su resistencia al estudio de derecho y su profesión de abogado –por sus extensos horarios, que eran enemigos de su oficio de escritor, y ese trauma infantil–, minaron su personalidad y su carácter: lo sumergieron en una absoluta soledad, y se convirtieron en mecanismos de resistencias con la escritura. De ahí que escribiera siempre contra esos obstáculos y esos poderes, a los que luego se le agregó la tuberculosis, que, paradójicamente, se convirtió en un antídoto, en una excusa que lo libró del trabajo –los últimos dos años–, pues pudo pedir una licencia para dedicarse a escribir hasta la muerte, por lo que no volvió a ejercer su labor. Frente a todas esas adversidades cotidianas y a esos enemigos invisibles de su escritura, Kafka logró transformar esas agónicas circunstancias, que reñían con su pasión, en materia prima de sus ficciones y fábulas narrativas. Ese fue, en una palabra, su destino de escritor, su drama o su tragedia; pese a todo, pudo escribir sórdidas parábolas narrativas –algunas pesadillescas–, con extraordinaria maestría expresiva, soberbia imaginación y limpieza de estilo. Logró así trasmutar sus agonías y angustias en piezas maestras de la ficción contemporánea. “Kafka es el gran escritor clásico de nuestro atormentado y extraño siglo”, dijo Borges. Lector de la Biblia, Kafka era judío, pero nunca empleó esa palabra, pese a que la judeidad y el judaísmo lo definían y perseguían como destino. Quizás, al morir, alcanzó su reconciliación, y acaso su conversión, pero en su obra lo judío está ausente.
Sobre la autenticidad o mitología de la voluntad de Kafka, de que quemaran sus manuscritos, y la desobediencia de Max Brod, al negarse, se han tejido innumerables conjeturas. La misma petición la hizo Virgilio, antes de morir, en su lecho de muerte, a sus amigos, de que quemaran la Eneida (es la historia del libro La muerte de Virgilio de Hermann Broch). Pero Kafka erró al encomendar tan difícil misión a su amigo. Si lo hizo era porque contaba con la vehemente desobediencia de Brod. De lo contrario, no se lo habría pedido. El autor que quiera hacer desaparecer sus manuscritos, no le encarga tan engorrosa tarea a nadie, y lo hace personalmente. Y, si lo pide, secretamente, desea ser desobedecido. En esencia, y en el fondo, lo que quería Kafka era liberarse de esa responsabilidad moral y dejar como testimonio y testamento, su voluntad o su deseo, no así la destrucción real de sus textos. Es decir, dejar constancia de su anhelo como deseo, no como realidad. Quería dejar así prueba de su ética de autor. Que no pudiera corregir sus manuscritos, porque no le alcanzó el tiempo, fue acaso la razón de que anhelara su destrucción, y ahí reside, a mi juicio, las opiniones de que dejó inconclusas sus novelas, porque las quería perfeccionar ad nauseam. El arte de la novela de Kafka consistió, precisamente, en dejar inconclusas sus novelas como el escultor Milo a La Venus. Kafka no las terminó, justamente, para hacer constar su idea de infinito, de que nada concluye, de que la vida no termina con la muerte, y él quería que sus novelas fueran interminables como el mundo y el infinito. Curiosamente, sus héroes novelescos mueren, concluyen sus vidas en el tiempo de la historia, pero sus novelas no concluyen: quedan con el final abierto. Sus tramas representan círculos infinitos, como los círculos dantescos de la Divina comedia. Los personajes kafkianos mueren antes, e incluso, al inicio del tiempo del relato. Las razones de la no conclusión de las obras de Virgilio y de Kafka fueron, en ambos casos, estéticas, y en Kafka, más aún, cabalísticas. Dice Borges: “Más complejo es, me parece, el caso de Kafka. Cabría definir su labor como una parábola o una serie de parábolas, cuyo tema es la relación moral del individuo con la divinidad y con su incomprensible universo”.
La obra de Kafka es una síntesis parabólica que define la imagen moral de la relación entre el hombre y el mundo. Por tanto, su escritura es una escritura moral o moralizante: escribió en sentencias morales, metafísicas o teológicas. Y lo hacía desde una conciencia moral de escritor comprometido con la vida y la muerte, con el destino y el tiempo. No tanto desde una conciencia judía de la escritura, sino desde una conciencia sagrada, de la de un autor que escribió desde el infierno de la vida telúrica, pero con vocación de eternidad. Es decir, desde una escritura profana a la creación de un mundo sagrado, no cristiano. Su escritura está, literalmente, hecha con sangre: apunta a una escritura sagrada, y acaso en eso radica su celo y apego moral a sus manuscritos póstumos. “Kafka veía su obra como un acto de fe y no quería que esta desalentara a los hombres. Por tal razón encargó a su amigo que la destruyera. Podemos sospechar otros motivos. Kafka, sinceramente, solo podía soñar pesadillas y no ignoraba que la realidad se encarga sin cesar de suministrarlas. Asimismo, había advertido las posibilidades patéticas de la postergación, que se advierte en casi todos sus libros. Ambas cosas, tristezas y postergación, sin duda llegaron a cansarlo. Hubiera preferido la redacción de páginas felices y su honradez no condescendió a fabricarlas”, afirma Borges. En efecto, Kafka, como apunta Borges, fue un autor que hizo profesión de fe de su escritura y de su oficio: lo hizo con una conciencia muy elevada sobre el juicio de la posteridad, a la que temía. Fue un escritor que, en el fondo, carecía de la fuerza de la indiferencia; al contrario, poseía una enorme conciencia del juicio de la historia. De ahí que escribía no para el presente sino para el futuro, para la posteridad. O quizás, como refiere Borges, al saber que sus textos narrativos eran pesadillas que soñaba, no quería que, en el futuro, se leyeran como realidades. O porque eran juegos e ironías paródicas que se negaba a que fueran leídas como verdades cotidianas. Estaba consciente de que las pesadillas las alimenta la propia realidad: de que las pesadillas de los sueños son el reflejo inconsciente del devenir y premoniciones de la vida despierta. Fue un escritor auténtico, honesto y sincero, pero incapaz de escribir desde la felicidad, pues esa no fue vida. Optó por escribir piezas y páginas de una honda “tristeza del pensamiento”, de una profunda melancolía de la soledad, desde la infelicidad y la desdicha, pues su moral no le hubiera permitido escribir desde una experiencia de fingimiento, de una falsedad de espíritu.
Aun en El castillo está el mismo tono autobiográfico que late en casi todos sus textos. Así pues, el silencio de Dios se prolonga o proyecta simbólicamente en la relación Dios-padre y padre-hijo, en una especie de alegoría. Es una relación de poder simbólico en la que el hombre lucha por dejarse oír por Dios y el hijo, por el padre natural.
Kafka fue un misterio. Hoy es un mito. Una leyenda viva. Actualmente, se lee como a un profeta, a un teólogo o a un místico (como afirmó Enrique Krauze): alguien que vivió a medio camino entre lo metafísico y lo psicológico. Es una suerte de sismógrafo del siglo XX. Un vate, como lo fueron los poetas en el mundo antiguo, es decir: capaz de vaticinar el devenir. Un autor que nunca supo ni se imaginó que estaba escribiendo una obra literaria que habría de sobrevivirle y que habría de ser profética. Y que jamás se visualizó como un escritor que vislumbró las prefiguraciones de sus palabras y de su escritura. Columbró pues las crueldades y los horrores de una Europa en llamas, bélica, prisionera, acorralada, durante un buen tiempo, por una ideología fanática que llenó de horror y vergüenza la especie humana durante el nazismo.
Autor de una obra inasible, indefinible, atemporal, pero esencial y vital para comprender los entresijos de la sociedad, y el nervio de la condición humana y su capacidad y alcance para el mal y el uso del poder. Supo descifrar, simbólica y alegóricamente, los engranajes de la maquinaria del poder. Cientos de libros biográficos y críticos han intentado descubrir y descifrar su mirada –de ojos tristes, apagados y melancólicos–, su obra y su pensamiento, un siglo después de su muerte. Es decir: el rompecabezas de su obra, el nudo gordiano de las intrigas y tramas de sus narraciones. Hoy se lee con otros ojos por sus facetas y cualidades variopintas y por la originalidad de sus obras narrativas. Sus textos representan, pues, un desafío y una provocación a sus diferentes lecturas críticas. Durante mucho tiempo, su obra fue leída con varios clichés y supersticiones éticas, desde perspectivas místicas, metafísicas, sociológicas o teológicas que vieron en ella una literatura amarga, depresiva y desencantada de la vida.
Su estética expresionista ausculta y describe los claroscuros del alma humana: fue vista, por mucho tiempo, como una manifestación de la judeidad y de carácter teológico, hasta que, en los últimos cincuenta años, han surgido interpretaciones y lecturas que reivindican sus componentes estéticos. En Francia, durante los años 60 y 80 se hicieron populares las interpretaciones psicoanalíticas y psicológicas con los libros de Marthe Robert, Deleuze-Guattari y Maurice Blanchot. Eso viene dado por el hecho de que era imposible escribir un puñado de cuentos y novelas como El proceso o La metamorfosis antes de Freud o Jung, por el sustrato de los impulsos del inconsciente, la alienación psicológica, las represiones y las neurosis que juegan un rol esencial como mecanismos de creación literaria, y que abonaron el terreno a disciplinas como la psicología y el psicoanálisis del arte y de la literatura.
Otro aspecto de la obra de Kafka es la presencia de animales, por lo que, en algunas de sus piezas maestras, está latente la fábula como las de La Fontaine o Esopo, pero sin la moraleja. Sus fábulas, pues, al tener un trasfondo de las parábolas bíblicas o cabalístico, no poseen un valor moral, aunque sí su fauna literaria posee voz humana. Los animales, en el mundo kafkiano, son personajes importantes: no son inferiores al hombre, pero tampoco son iguales ni poseen razón, pese a que tienen voz. Son animales, pero con las angustias y las ambiciones intrínsecas al ser humano.
En Kafka, todo cae en la dimensión de lo probable y lo posible: nunca de lo cierto y lo infalible. Pero todo es fabuloso porque su obra es una gran fábula con dimensión de parábola bíblica. Sus personajes animales devienen alegorías del destino y la tragedia del hombre, de un mundo siniestro y extraño, que es el mundo en el que vivimos y que habitamos. Un mundo de buitres, ratones, monos, caballos, perros, conejos- gatos (odradek), escarabajos y conejos, que habitan un espacio de simulaciones: de sofistas, paranoicos, neuróticos e hipocondriacos. Pero donde no cabe el suicidio como salida a las pesadillas, a la opresión y al abuso de poder; en cambio, sí seres que prefieren la transformación y la metamorfosis de su condición humana a la animal para enfrentar la violencia y las injusticias. Los animales conforman la galería de un bestiario, un zoológico fantástico y absurdo de fábulas que no son realmente. Su universo narrativo está, en efecto, poblado de ambigüedades y contradicciones que postulan múltiples sentidos interpretativos, por lo que Kafka se sitúa en la tesitura de un escritor de una rara imaginación y una extraña sensibilidad. Sus textos trastocan la lógica de lo real o los límites racionales, y de ahí que se transformen en absurdos, creando contrasentidos que, en ocasiones, colindan con el humor.