En muchas oportunidades he hablado sobre la necesidad de tener jueces con perfiles profesionales capaces de resistir cualquier presión mediática visible, relevante y muchas veces creadora de olas de opinión que ahogan el diálogo y la discusión democrática como también de contar con administradores de justicia idóneos frente a toda coacción invisible, tan gravosa y perjudicial, o más, que la otra.
Igualmente, debemos contar con periodistas profesionales que, más que objetivos, sean honestos y constituyan la correa de transmisión de toda la información que conocen, sin ocultar nada, salvo que sea estrictamente necesario por causas mayores y que den noticias sin distorsiones, sobre todo cuanto sea del interés público.
Los anteriores son mandatos éticos. Se requiere, pues, que los jueces, fiscales, abogados y periodistas cumplan con sus particulares funciones, con sujeción a las reglas del derecho y conforme a las normas que regulan sus respectivas actividades profesionales.
Los jueces, sin suplantar ni impedir la labor de la prensa, garantizando el debido proceso, particularmente los principios de presunción de inocencia y de dignidad. Los periodistas, sirviendo información sobre cuestiones importantes. Ahora bien, esto, sin dudas, provoca tensiones entre la prensa y la justicia.
El Ministerio Público, sobre todo para garantizar el éxito de una investigación, al inicio puede mantener parte de ella en reserva, aun siendo un asunto de interés público; pero es indudable que la prensa está ávida de información, lo que constituye un elemento de tensión natural, de casi imposible solución. Pero, la excitación de esa tensión entre justicia y prensa las aumentan las malas prácticas de los periodistas, jueces, fiscales y abogados.
Quizás nos ayude a entender más el fenómeno un ejemplo de esta confrontación en los hechos. La Constitución consagra en su artículo 44 la obligación de toda autoridad o particular de respetar los derechos a la intimidad y el honor personal y dispone que quien los transgreda está obligado a resarcir o reparar el daño, pues, como establece el numeral 4 de dicho artículo “El manejo, uso o tratamiento de datos e informaciones de carácter oficial que recaben las autoridades encargadas de la prevención, persecución y castigo del crimen, sólo podrán ser tratados o comunicados a los registros públicos, a partir de que haya intervenido una apertura a juicio, de conformidad con la ley.”
En efecto, el derecho a la privacidad consiste en ese espacio personal del individuo que no puede ser invadido por el Estado sino solo de manera excepcional. Consiste, entre otras cosas, en la información que los ciudadanos no quieren que sea hecha pública, conocida o utilizada. La Constitución ha establecido límites precisos a ese espacio, al determinar que no puede ser manejada, usada o tratada ninguna información personal, en el marco de una investigación criminal, antes de que haya un auto de apertura a juicio. De lo contrario se vulneraría este derecho fundamental.
Sin embargo, a través de los medios de prensa es frecuente la difusión, incluso abundante, reiterativa y masiva de los elementos propios de investigaciones, hasta preliminares, que pudieran vincular a determinadas personas con hechos delictivos. Pero ello constituye un derecho también consagrado en la Constitución.
Ante ese choque de derechos cabe como solución la doctrina de la Corte Suprema de los Estados Unidos que ha considerado que el derecho a la privacidad conlleva el control del individuo sobre la información que concierne a su persona [United States Dep’t of Justice v. Reporters Comm. for Freedom of the Press, 489 U.S. 749, 763 (1989)].