Los primeros expedicionarios llegaron a Cayo Confites el 30 de julio de 1947 a bordo de dos embarcaciones, el buque Aurora y el Berta. Una tercera nave, la goleta Victoria, perdió el rumbo a causa de un mal tiempo y apareció tres días más tarde con un cargamento de muertos vivos. Se les había acabado el agua y la comida y habían sido zarandeados de diestra a siniestra. Estaban amarillos, mareados, desfallecientes, sucios o más bien asquerosos, muchos de ellos tumbados sobre la cubierta, otros en el interior, nadando en sus propios vómitos y heces. Algunos estaban tan flojos que fue menester cargarlos para bajarlos a tierra. Pero lo peor es que dos de los más jóvenes tripulantes, un muchacho venezolano y otro cubano, habían desaparecido durante la marejada. La operación no había hecho más que comenzar y ya se contaban dos muertos. los dos primeros muertos.
Una de las cosas que descubrieron los recién llegados es que en el lugar no había prácticamente nada para cobijarse o refugiarse, a excepción de una casucha y unos cuantos bohíos que fueron destinados a los miembros del estado mayor, a los comandantes de batallones y a la intendencia general. Vivirían pues a la intemperie durante los meses que permanecieron en el cayo, o al cobijo de unas miserables chabolas que los más afortunados lograron construirse con lo poco que encontraron: hojas y tablas, sacos y ramas y hierba.
Dice Humberto Vázquez García, en su libro “La expedición de Cayo Confites”:
“Al caer la tarde, todos los expedicionarios estaban instalados en el cayo: los principales jefes, en las casas abandonadas por los pescadores, la mejor de las cuales —que tenía incluso un juego de cuarto— la ocupó el general Juan Rodríguez; los soldados, en chabolas, improvisados colchones o sobre la arena, agrupados en grandes bloques, uno por cada batallón. El promontorio de uvas caleta y pinos jóvenes, situado al sur del cayo, se reservó a los ancianos (!?, paréntesis mio, PCS) que componían la impedimenta de la expedición, a quienes desde el primer momento la Intendencia General destinó los mejores alimentos. Una amplia explanada situada detrás de la Comandancia fue seleccionada como polígono. Allí tendrían lugar las maniobras, ceremonias, cambios de guardia y revistas generales del ELA”. (1) Es decir, el “Ejército de la Liberación de América”, como le llama el autor del libro al mencionado “Ejército de Liberación Dominicano”.
Juancito García —dicho sea de paso—, disfrutaba de otro privilegio que describe con la peculiar picardía y con el peculiar racismo caribeño uno de los miembros de la expedición:
“Este salía muy poco de su choza, al extremo de realizar sus necesidades en un tibor que había en ella. Con él trabajaba un negro de unos sesenta años, a quien apodaron Negativo. ‘El pobre (…) se encabronaba con la gente, y la gente lo jodía porque tenía que sacar el tibor. Era cubano, soldado, pero asistente del general. Le decían Negativo porque era negro y canoso. Parecía el negativo de una fotografía’”. (2)
La primera noche, después de haber exterminado toda la población de puercos y gallinas que habían dejado los campesinos, los miembros de la expedición se dieron un banquete, uno de los pocos que se darían. De hecho, unos cuantos días después estarían pasando hambre y sed. Además la distribución de las porciones no fue democrática. Por órdenes del arbitrario Masferrer, la mejor parte fue a parar al estómago de su gente. De cualquiera manera hubo suficiente comida para todos, un ajiaco de arroz con legumbres y viandas y carne salada, más la carne de cerdos y pollos frescos.
Después cayeron, desde luego, en un sueño profundo, inducido por el hartazgo y el cansancio, y fueron despertados a las seis de la madrugada con un toque de trompeta.
Desde las tempranas horas del primer día fueron sometidos a un horario severo de ejercicios y entrenamiento militar. Ni una sola hora debía ser desperdiciada. Para empezar, solo para empezar, tenían que dar dos vueltas al cayo, ejercitarse, entrenar, recibir clases prácticas y teóricas, practicar defensa personal, lucha cuerpo a cuerpo, técnicas de guerra de guerrillas, realizar simulacros de embarque y desembarque y de ataque al enemigo, practicar tiro al blanco con fusiles, ametralladoras y morteros, aprender a manejar, armar y desarmar todo tipo de armas disponibles… A las seis y media de la tarde terminaba la jornada de entrenamiento, cenaban y caían dormidos como plomos.
“Al principio, estos ejercicios resultaban agobiantes. Pero con el transcurso de los días los expedicionarios adquirieron tal fortaleza física que, una vez terminada la sesión de entrenamiento, aún disponían de energía y voluntad para celebrar encuentros de pelota, boxeo y volibol”. (3)
Sin embargo, nada sucedió de la manera en que podía esperarse. Apenas cinco días después de la llegada recibirían una extraña, una ingrata sorpresa, una desagradable visita. Dos aviones cubanos del ejército, equipados con bombas y ametralladoras, hicieron su aparición sobre los cielos del cayo y bajaron varias veces en picada. Los diálogos de los pilotos, captados por equipos de radio, permitieron conocer el propósito de su presencia. Estaban en misión de vigilancia, tomando fotos y hablando despreocupadamente, un poco en broma y en serio, de la conveniencia de rociar a las tropas con fuego de ametralladoras. “Darles una pasada”.
La visita de los aviones se volvió consuetudinaria, aparecían rutinariamente y bajaban en picada cuando los hombres estaban en formación. De tal modo, todos terminaron acostumbrándose, incluso amenazaban en serio y en broma con disparar contra los aviones y hasta intercambiaban saludos con los pilotos. Los mismos pilotos que los hubieran ametrallado y bombardeado si hubieran recibido la orden.
Las cosas se complicaron días más tarde, el 12 de agosto para mayor exactitud, cuando en el espacio aéreo de Cayo Confites apareció otro avión que no era cubano, un hidroplano, un Catalina de tamaño alarmante, un ave de presa del imperio, con las fatídicas insignias de la marina de guerra de los Estados Unidos. La tripulación del enorme avión se tomó la libertad de hacer un vuelo rasante sobre el cayo, dar unas cuantas vueltas y tomar fotos, filmar a los expedicionarios y dejarse ver mientras lo hacían.
A partir de entonces volvería habitualmente casi todos los días, igual que los aviones cubanos.
La expedición, que era un secreto a voces, el secreto peor guardado del Caribe, pronto sería de conocimiento público y ocuparía lugar en noticieros y otros órganos de prensa. El Gobierno de la bestia empezaría a protestar por todos los medios diplomáticos y el imperio escucharía sus protestas, empezaría a mover su vasta influencia a favor del gobierno de su tirano favorito.
(Historia criminal del trujillato [112])
Notas:
Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”, p. 138
Ibid., p. 165
Ibid., p. 156
Bibliografía:
Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”.
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.
Dr. Jorge Renato Ibarra Guitart. Instituto de Historia de Cuba, “La expedición de Cayo Confites, Su escenario hemisferico”(https://www.institutomora.edu.mx/amec/XVIII_Congreso/JORGE%20RENATO.pdf)Robert D.
Los servicios de inteligencia de Trujillo y Cayo Confites
Bernardo Vega (https://catalogo.academiadominicanahistoria.org.do/opac-tmpl/files/ppcodice/Clio-2020-200-033-049.pdf)
Expedición de Cayo Confites
(https://www.ecured.cu/Expedici%C3%B3n_de_Cayo_Confites)
Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón . Memorias de un expedicionario”.
Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”.