El día soñado por fin había llegado después de tantos meses de penuria y el ejército expedicionario estaba listo para partir.
La distribución de las tropas en los diferentes buques se organizó racionalmente de acuerdo a sus condiciones y capacidad, y a la especialidad y al estado de salud de los hombres en algunos casos.
En la goleta Angelita, que iba al centro y que estaba en parte averiada, embarcaron una parte del cuerpo médico y gente del equipo de comunicación y cierta cantidad de dinamita, así como varios enfermos que no podían continuar el viaje y serían depositados en tierra firme. El capitán del Angelita se llamaba Marquitos Gómez y era hijo de un dominicano que en 1895 estuvo con José Martí y Máximo Gómez en su viaje desde República Dominicana a Cuba y había participado en la guerra de independencia.
En el buque que llamaban Fantasma, que iba a la retaguardia, embarcó la mayoría, unos quinientos cincuenta hombres pertenecientes a los batallones Sandino y Guiteras, gente del cuerpo médico y del equipo de radio y comunicación, unos cuantos camarógrafos, numerosas armas, explosivos a granel y uniformes y banderas del ejército norteamericano que, llegado el caso, se usarían para confundir al enemigo. Al mando del Fantasma estaba el fatídico y problemático Rolando Masferrer. El piloto y capitán era MacDowell Sherwoodun, un curtido contrabandista revolucionario jamaicano.
En el buque Aurora, que encabezaba la flotilla, se embarcaron los hombres de los demás batallones, que llegaron a ser cinco en total, entre ellos el batallón Máximo Gómez y el batallón Cabral, comandados por los dominicanos Diego Bordas Hernández y Miguel Ángel Ramírez Alcántara. Se embarcaron también algunos miembros del estado mayor, la intendencia general, la mayor parte del cuerpo médico y del equipo de comunicación, granadas y morteros y municiones y unas treinta mil libras de veleidosa dinamita. Solamente treinta mil libras. Allí les tocó viajar juntos a Juan Bosch y Pedro Mir y a un fogoso joven cubano desconocido llamado Fidel Castro.
El mando del Aurora estaba ahora en manos de Pichirilo Mejía, el mismo Pichirilo que días más tarde, en compañía de Fidel y otros compañeros, evitaría casi por milagro ser capturado por miembros de la marina de guerra cubana. El mismo Pichirilo que en su condición de segundo timonel acompañaría en 1956 a Fidel Castro y unos ochenta soñadores en la epopeya del Gramma y que sería uno de los diecinueve, apenas diecinueve, que lograron sobrevivir a los primeros combates. El mismo Pichirilo que volvió a cubrirse de gloria durante la revolución de abril de 1965 y que no pudo sobrevivir al primer año de gobierno del vesánico Joaquín Balaguer…
En fin, que a las siete de la noche del 22 de septiembre de 1947 salieron los expedicionarios de Cayo Confites en un viaje que no los conduciría a ninguna parte. La mala suerte los acompañó desde desde las primeras horas de viaje, casi desde el primer momento. Había que tener mala suerte, suerte de la peor, para que en tan poco tiempo después de zarpar se desatase aquel infierno en el Aurora, un fuego en la cocina del Aurora. Los barcos iban tan sobrecargados que no cabía ni lugar a dudas. Desplazarse de un lugar a otro era una tarea ímproba y cuando se produjo el siniestro suceso cundió el pánico. Ya de por sí el fuego era terrorífico, pero además el Aurora llevaba en sus bodegas una cantidad suficiente de dinamita para vaporizar el barco con todos sus tripulantes. Las llamas de la cocina crecían a vista de ojos y amenazaban con propagarse. Lo peor es que nadie sabía que hacer con excepción de un joven de apellido Piket, un dominicano que había combatido en la Segunda Guerra Mundial. Piket le echó mano a un extintor y tuvo la suficiente presencia de ánimo para meterse entre las llamas y apagar el incendio que amenazaba con llevarse a toda la tripulación al cielo. Piket fue el héroe de la jornada. Los hombres del Aurora habían vuelto a nacer esa noche, pero la mala suerte combinada con la mala leche de Rolando Masferrer no les perdía ni pie ni pisada.
Al amanecer del siguiente día, el 23 de septiembre, los esperaba otro ingrato acontecimiento. El Aurora y las demás embarcaciones —según le dijo Pichirilo a Juan Bosch, que fue uno de los primeros en darse cuenta de lo que sucedía—, habían variado el rumbo y navegaban en dirección contraria por órdenes de Masferrer, las órdenes y maquinaciones de Rolando Masferrer que terminarían por llevar la expedición al desastre. Masferrer había ido a parar al cayo Santa Clara y sus intenciones no eran claras. Algunos piensan que en algún momento había planeado dirigirse a La Habana y tratar de derrocar el gobierno, pero los hechos demostrarían que estaba buscando entregarse a las autoridades cubanas y entregar a todos los expedicionarios. Había tirado la toalla.
Las naves, además, se habían dispersado y el Angelita se había extraviado, pero se reunirían de nuevo en el Cayo Santa María, donde también se produciría el reencuentro con Juancito Rodríguez y un lastimoso episodio que demostraba que muchos expedicionarios cubanos ya habían tenido bastante. Estaban hartos, sobre todo de Masferrer, y lo demostraron desertando. Ocho hombres del batallón Sandino salieron de patrulla y no regresaron ni regresarían. Cayo Santamaría, a diferencia de Cayo Confites, era bastante grande (de unos veinte kilómetros cuadrados), y tenía pantanos y una tupida vegetación y a los desertores no les fue difícil desaparecer. Lo peor es que ese fue solamente el primer episodio de deserción.
La reunión que Juancito Rodríguez debía tener con el presidente Grau en La Habana no se se produjo porque el presidente se enfermó o pretendió enfermarse de gripe y no pudo, no quiso asistir. Quien lo recibió personalmente fue el jefe del ejército, el voluminoso y prepotente Pérez Dámera, y en la breve charla que sostuvieron le concedió veinticuatro horas para que abandonara Cayo Confites y el territorio cubano junto a sus hombres. Juancito aceptó la concesión, que en realidad era una orden, pero pidió que le entregaran los aviones y las armas y demás suministros que habían sido confiscados y el generoso general Pérez Dámera aceptó o fingió aceptar. Le prometió entregarle todo lo que pedía, pero su propósito era diferente. Muy pronto pondría en marcha un operativo, una oleada represiva por aire, mar y tierra para neutralizar todo lo que tuviera que ver con el asunto de Cayo Confites. Capturar las naves, apresar y desarmar y meter en la cárcel a los expedicionarios se había convertido en su más firme determinación. La cordialidad que hasta ese momento habían exhibido los miembros de la marina de guerra cubana desapareció por encanto, y el primero en enterarse fue Tulio H. Arvelo cuando la nave en que viajaba, el Berta, fue abordada por unos siniestros marineros que hasta ese momento habían sido simpáticos y amistosos y que lo convirtieron de repente en prisionero.
Juancito Rodríguez no se convenció o no quiso enterarse de que había sido engañado hasta el 24 de septiembre, cuando volvió a reunirse con su ejército en Cayo Santa María. Hasta allí llegaban los rumores de que Pérez Dámera había sido comprado por Trujillo y que justificaba su comportamiento represivo contra los expedicionarios con el pretexto de que estos intentaban derrocar al gobierno. Por su parte, el presidente Grau San Martín, presionado por el imperio y el gobierno de la bestia, apoyaba ahora al generalote y había abandonado el proyecto libertador a su suerte.
Fue un duro golpe para los expedicionarios y en especial para Juancito Rodríguez.
«Según José Diego Grullón, a causa del desengaño sufrido el general Juan Rodríguez enfermó “de vergüenza y tristeza […] y dejó la dirección del movimiento en manos del Prof. Juan Bosch”». (1)
(Historia criminal del trujillato [119])
Notas:
(1) Citado por Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”, p. 300
Bibliografía:
Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”