La masacre de Orfila desató de inmediato —tal y como lo describe Tulio H. Arvelo— una guerra entre bandas rivales y una ola de persecuciones, registros y allanamientos que contaron con el visto bueno del general Genovevo Pérez Dámera, que se había convertido de repente en el hombre fuerte del país, y que fueron ejecutados por tropas del ejército. El operativo militar culminó el día 20 de septiembre con el allanamiento y registro de la finca América y el hallazgo de un sorprendente arsenal. La finca América era propiedad de José Alemán, uno de los funcionarios más encumbrados y corruptos del muy corrupto gobierno de Grau San Martín, el increíblemente rico ministro de Educación, quizás el más firme aliado del movimiento de liberación. En esa propiedad encontraron suficientes armas para realizar una invasión y realizar varias guerras, todas las armas necesarias para el equipamiento de los buques y aviones que utilizaría el ejército expedicionario, bombas y proyectiles de varios tipos, ametralladores ligeras y pesadas, rifles, pistolas, revólveres, granadas, morteros y bazucas, municiones a granel, variados artefactos, un extraordinario surtido de pertrechos militares. Todo aquel valioso e indispensable material fue confiscado por la policía y se necesitaron trece camiones para transportarlo. (1)
A raíz de ese descubrimiento, que se sumaba a la agorera Masacre de Orfila, el mismo día 20 de septiembre Juancito Rodríguez fue llamado con urgencia a La Habana por el presidente Ramón Grau San Martín. Antes de partir, Juancito Rodríguez dejó instrucciones. Los mandos militares debían esperar su regreso y el resultado de su reunión con el presidente cubano y cuando volviera se tomarían decisiones. Pero las cosas resultarían de otra manera.
Entre los hombres del campamento de Cayo Confites había cundido la alarma y habían empezado a temer lo peor. Dice Ángel Miolán que «Frente al posible estallido de la unidad interna», o en previsión de un ataque de barcos de la marina cubana «que parecían listos para desembarcar»(2), los expedicionarios habían empezado incluso a cavar trincheras.
Por lo demás, las noticias que se escuchaban en la radio ponían los pelos de punta. Muy pronto se supo que el Hotel Sevilla, donde el movimiento tenía sus oficinas, había sido allanado y que Manolo Castro, uno de los más connotados dirigentes, había sido detenido o estaba siendo buscado y que los experimentados pilotos gringos que estarían al frente de los bombarderos se habían esfumado. Muy pronto los expedicionarios de Cayo Confites llegaron a la conclusión de que la ira de todos los elementos volvería a caer sobre el cayo, que probablemente el cayo estaba a punto de ser cañoneado e invadido… Muy pronto llegaron a la conclusión de que tenían que salir del cayo.
Tras varias reuniones, y en franco desacato de las órdenes impartidas por Juancito Rodríguez, los jefes militares tomaron la decisión de partir hacia Haití.
En un principio, cuando el movimiento contaba con todos sus cuantiosos recursos materiales y humanos, Juan Bosch —en su papel de principal estratega— se había mostrado partidario de realizar el principal desembarco de la expedición en Santo Domingo con el apoyo de bombarderos y cañoneras y abundante fuego de ametralladora pesadas. Al joven Fidel Castro, en cambio, no le gustaba la idea de enfrentarse directamente con el ejército de la bestia, que tenía marina y aviación y muchos miles de hombres armados y entrenados por los yanquis, y se mostraba partidario de la guerra irregular, la guerra de guerrilla. Ahora, cualquiera de esas posibilidades estaba descartada. La nueva estrategia propuesta igualmente por Juan Bosch consistía en desembarcar en la costa norte de Haití, entrar al país por la frontera, proclamar un gobierno revolucionario, pedir el reconocimiento de Cuba, Venezuela y otros países.
El plan fue aprobado por unanimidad y de inmediato empezaron los preparativos para la partida. Por fin la partida, la anhelada partida. Todos se pusieron de común acuerdo en movimiento, ordenaron sus enseres, sus escasas pertenencias, sus muchos armamentos. Se despidieron del cayo, el maldito cayo. Se pronunciaron arengas emotivas, discursos patrióticos, frases triunfales. Finalmente procedieron a vengarse. Le pegaron fuego al cayo, a todo lo que podía arder en el maldito cayo, empezando por las chabolas y los bohíos.
El cayo cogió candela por todos los poros, se incendió como una tea, se incendió como un cayo, como un incordio fatídico, iluminando los rostros satisfechos de los expedicionarios en las sombras de la noche, disipando las sombras de la última noche en el cayo. Todo lo que podía quemarse se quemó. Ya no había marcha atrás.
«A semejanza de las legendarias naves de Hernán Cortés, el cayo en llamas simbolizaba la decisión de los expedicionarios de partir hacia su destino, sin opción de regreso. “Confites [escribió José Luis Wangüemert] lucía como una inmensa antorcha de libertad”». (3)
Ahora sOlo faltaba abordar las embarcaciones, que se encontraban extrañamente a una prudente distancia del lugar. Se les había dado aviso a los capitanes de que se acercaran a la playa y los barcos no se acercaban. El cayo ardía y el fuego poco a poco se extinguía, los precarios refugios que habían dado albergue a los expedicionarios ya no existían, todos los hombres ardían con el cayo de impaciencia, pero los barcos no se acercaban y los hombres empezaban a desesperarse. Ahora estaban a la intemperie, con el cielo y las nubes como cobija. Pero los barcos no se acercaban. Le hacían señales a los tripulantes y los tripulantes no respondían.
Masferrer maldecía, injuriaba, rabiaba, amenazaba inútilmente, la cólera lo consumía. Solo unos pocos sabían que, al momento de su partida, el muy previsor jefe de la expedición, el general Juancito Rodríguez, había dado órdenes terminantes a los capitanes de las naves de que no se movieran del lugar, que nadie saliera del cayo sin su autorización.
La rabieta de Masferrer al enterarse de la ingrata noticia no hizo más que empeorar. No atendía a razones, blasfemaba probablemente como un diablo, amenazaba con ejecuciones sumarias. Pero los barcos no se movían de su sitio. Los expedicionarios se habían puesto sus uniformes, se habían calentado al calor de las llamas y muy pronto comenzarían a enfriarse, a perder el entusiasmo que durante los preparativos los embargaba. Parecía que las penurias no iban a terminar nunca, parecía que siempre estaban empezando. Ahora estaban varados y desamparados en un cayo pelado, en una balsa de piedra y arena que navegaba hacia su perdición.
(Historia criminal del trujillato [117])
Notas:
Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”, p. 274
Citado por Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”, p. 268
Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”, p. 283.
Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.
Dr. Jorge Renato Ibarra Guitart. Instituto de Historia de Cuba, “La expedición de Cayo Confites, Su escenario hemisferico”
(https://www.institutomora.edu.mx/amec/XVIII_Congreso/JORGE%20RENATO.pdf)Robert D.
Los servicios de inteligencia de Trujillo y Cayo Confites
Bernardo Vega (https://catalogo.academiadominicanahistoria.org.do/opac-tmpl/files/ppcodice/Clio-2020-200-033-049.pdf)
Expedición de Cayo Confites
(https://www.ecured.cu/Expedici%C3%B3n_de_Cayo_Confites)
Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón . Memorias de un expedicionario”.
Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”