Hay árboles gigantes y frutales perennes a los cuales el numen fugitivo de la poeta esquiva una alusión o verso breve; mujeres gigantes que cruzaron con lauros el portón de la historia, pero yacen olvidadas en las apagadas cenizas del tiempo ido.
La gratitud y la memoria a la obra bienhechora de Juana Tinkess no pueden recorrer ese destino; más bien están llamadas a defender un legado trascendente, imperecedero, el cual se instala, como pupila insomne, más allá de lo efímero.
Estamos procurando un gran homenaje para ella, un reconocimiento nacional a la altura de su nombre; del tamaño de su obra. Y, sin embargo, siempre se hace difícil traducir en palabras la significación de su entrega; su contribución a la educación; el habernos colocado en el camino de una profesión, que equivale a decir: haber puesto la proa rumbo al ascenso social de nuestras vidas.
Desde muy joven, Sor Juana de Arco, como se llamó, inició su labor como maestra: 1958. Contaba 24 años. Se había desprendido de los privilegios de una sociedad como la canadiense para hacer votos de pobreza y de compromiso social en el municipio de Yamasá.
Desafiada por algunas madres que le preguntaban si el horizonte de sus hijos era completar un octavo curso y quedar varados para siempre en el desamparo de la ignorancia, logró crear, cuatro años después, el Liceo Secundario San Martín de Porres. Para dar una idea de la trascendencia de este hecho basta considerar que Haina, todo un gran pueblo industrial al lado de la Capital, inauguró su primer Liceo público once años después. Y el poblado de la Victoria, 15 años más tarde.
Los padres estaban entusiasmados. Hacían esfuerzos enormes para apoyar el proyecto, pues el Liceo nació como un colegio semi privado donde se pagaba una modesta contribución, pero Sor Juana logró que se hiciera público en muy breve tiempo.
En aquellos años de la adolescencia, la vida era un camino sin señales. No sabíamos responder aquella pregunta del Eclesiastés: ¿cuál es el camino del viento? Ni sospechábamos que el futuro era cada día. Como casi todos los jóvenes de siempre, dilapidábamos el tiempo.
Nos mirábamos, eso sí, en la proyección de los actos paternos, asumíamos su imagen, y la emulábamos, como si aquello fuera un precepto canónico que viniera de lejos.
No necesitábamos un decálogo escrito de mandamientos éticos, llevado en el bolsillo, para orientarnos en la travesía hacia el carácter; a fin de cuentas, la moral es ágrafa.
Recogíamos de aquellos actos la pauta de nuestra conducta. Pero ese cuerpo de valores tangibles, forjado en la familia, encontraba en el liceo un doble reforzamiento: una vez como reafirmación ejemplar en los exigentes modelo de conducta observados y requeridos por Juana Tinkess y la otra como construcción cultural, que ensamblaba la socialización juvenil y ensanchaba la razón, el amor a la ciencia, la alegría de saber, la plasticidad del espíritu.
Yo tendría 16 años. Era hijo de un campesino pobre y una doméstica. Desenvolvía mi vida entre algunas tareas caseras como vender alguna fruta u otra cosa en la calle, jugar (baloncesto, pelota…), ir al río y estudiar. Éramos muy pobres. Tal vez por eso el amor familiar es tan grande entre nosotros, pues como dijo García Márquez": El amor se hace más grande y noble en la calamidad".
El contacto con Juana, a partir de la entrada al liceo, cambió la vida por completo. No sólo mía, sino del pueblo entero. De ahí en adelante intuíamos un futuro, inédito, pero un futuro. Pensábamos en ser profesionales un día: la universidad era un gran sueño.
Por supuesto que la vida sin el Liceo habría sido distinta y lóbrega. Penosa diría yo, puesto que no teníamos alternativa para forjarnos una expectativa digna, una esperanza de realización personal.
No se puede juzgar lo que no fue, pero yo estoy seguro que en nuestro caso, una familia pobre, de nueve hijos, la disyuntiva pendulaba entre la ignorancia y el azar. Y en esa alternativa no había márgenes para el optimismo.
A los 16 años uno no sabe definir una persona, pero valora sus actos; calibra su formación; compara su conducta y se forja una visión de la misma. A Juana yo la veía con distancia. Cuidando siempre el respeto inculcado.
Aquella monja joven, hermosa, dedicada, tenía una recia personalidad. Impresionaba su integridad. Nunca hubo un desencuentro entre sus palabras y sus actos. Mujer de decisiones firmes, asumía con entereza las responsabilidades que se asignaba.
Su carácter reflejaba seguridad, templanza, don de mando. Era un carácter fuerte que, sin embargo, esparcía ternura. No disimulaba la alegría, reía con derroche.
Al terminar la secundaria, con bastante dificultad y estrecheces, pude entrar en la universidad. Inicié ingeniería, pero las exigencias económicas de la profesión me obligaron a transferirme a Educación, mención matemáticas.
Inicié a trabajar como maestro en 1973. Ascendí a director de Secundaria cuatro años después. Tenía 27 años. Con esa edad pensaba en Sor Juana. Cómo asumir una actitud que la imitara, mirarme en ella. Dejar huellas. Afianzarme en los rasgos de su personalidad.
Mi padre, a quien el suyo se negó dejarlo estudiar, se había jurado a sí mismo trabajar con tesón para que sus hijos conjuraran el dolor de un sueño trunco. El liceo abrió las alas a su ilusión. Cuando se graduó el hermano mayor, a través de mi madre, pudo hacerlo en la PUCMM con la ayuda gentil, bondadosa y entusiasta de su tío Bienvenido Ureña, una de las personas más noble que yo he conocido. Donde nunca faltó un pan para el hambriento, un cayado para el desvalido, un consuelo para el sufriente.
Yo no tuve esa suerte. Con suficiente empeño, y no menos avatares, logré graduarme en la UASD. Mis otras hermanas fueron acogidas por otros familiares.
En 1974, entre mi padre y yo, arrastramos la familia a Santo Domingo; El mayor estaba realizando una maestría en Guatemala. Ya estábamos juntos todos. Dejamos Yamasá con una enorme deuda de gratitud con el pueblo, las monjas, los maestros, el Liceo, los amigos.
Para resumir, de los 9 hijos solo la mayor de las hermanas dejó los estudios a los 17 años para seguir a un hombre. Los ocho restantes hicieron carrera universitaria, pero lo más importante fue el legado con que la vocación al estudio dejó impregnada toda la familia.
De los 24 nietos de nuestros padres, hay solo dos que no son profesionales. 17 han obtenido grados universitarios y especialidades, 1 técnico, 4 son estudiantes universitarios o secundarios. Eso es solo un dato cuantitativo.
Hay una bella historia del álbum educativo familiar que ahora no puedo contar, pero al menos decir que la mayoría de ellos han desempeñado funciones relevantes aquí y en exterior. En grandes empresas e instituciones. Los hay médicos, ingenieros; arquitectos; economistas; odontólogos; administradores de empresas; especialistas del Derecho; Biólogos; especialista en trastornos del lenguaje…
Todos con inteligencias privilegiadas. Resalto un caso: una hija del hermano menor logró ser becaria completa en la secundaria de uno de los mejores colegios privados de New York. Becaria completa en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, donde estudió ingeniería civil. Y ahora, becaria completa de la Universidad de Berkeley, California, para una especialidad en ingeniería de estructura.
Tres de mis hermanos han sido profesores universitarios. Dos de ellos, escritores y poetas.
Me han pedido que hable de mis hijas. Ni ellas ni yo nos sentiríamos satisfechos de hablar de nosotros mismos. Diré:
La mayor es graduada Summa Cun Laude de la Escuela Latinoamericana de Medicina, Elam, Cuba. Labora en el Presbiterian de New York en un programa de investigación sobre Alzheimer; la segunda es arquitecta con dos especialidades, una realizada en Utah y la otra en Alemania, y allá labora como arquitecta en diseño de paisajes; la tercera es economista, con una especialidad en Economía Internacional, y labora en la Organización Mundial del Comercio, OMC.
Pero si no bastaran los lauros académicos y las conquistas en el trabajo, habría que agregar, tal vez, lo más importante: se ha preservado y extendido el cuerpo de valores a nosotros inculcados.
Todo este gigante árbol de extendida fronda, de centenario tronco y perdurable florecimiento, nació de una sublime aspiración; de una persistente voluntad. Surgió de una prefiguración optimista y confiada en que era la Educación el único camino de fundada esperanza para atrapar una quimera surgida en la postrimería de una niñez ofendida. Eso lo anticipó mi padre, lo secundó mi madre, lo consumamos nosotros bajo el influjo de Juana Tinkess y otros dignos profesores(as). Ella lo abonó y lo irrigó para provecho de incontables generaciones.
Hay un conjunto de símbolos latentes en la conducta ejemplar de esta mujer venerable. San Martín De Porres fue canonizado el 6 de mayo de 1962 por el papa Juan XXIII. Es el primer santo mulato de la iglesia católica. En junio o julio de ese año, Juana asume ese nombre para el Liceo. Una lección de homenaje a la humildad y de amor por los marginados.
Desafiando todo canon conservador, Juana Tinkess y María Tiner, tomando en serio las orientaciones del Concilio Vaticano Segundo, dieron un paso más comprometido aún, más desprendido y arriesgado: renunciaron a sus congregaciones para entregarse al trabajo con las mujeres campesinas pobres de los campos veganos de Cutupú en el año de 1970, con las cuales desarrollaron una experiencia memorable durante diez años. Con esto pusieron a prueba la raigambre de su fe. Pero esa es otra hermosa historia pendiente de contar.
En estos días recibimos un mensaje de Juana Tinkess: "Cuando llegué a Yamasá con 24 años, encontré en abundancia la tierra fértil mencionada en el evangelio. Además, tuve que botar el nombre de "misionera", que se usa tanto, porque descubrí que la fe y la devoción dominicana es mucho más grande que la mía. Entonces me dediqué a ser estudiante y aprendí cómo amar y ser amada”. José Martí había dejado establecido que" no hay grandeza sin sencillez". Juana Tinkess, con creces, lo reafirma.