Preguntarse acerca de la democracia dominicana en el siglo XX conduce forzosamente a evocar el nombre de Juan Bosch. Se le consideró en los años 50 como uno de los grandes demócratas de América, junto con José Figueres, Muñoz Marín, Rómulo Betancourt y otros.
Desde su arribo al país en 1961, luego de más de veinte años de exilio, él fue el principal protagonista de las grandes batallas por la democracia. Los valores y las conquistas que el pueblo dominicano asumió como suyos, en la vida democrática, tienen la impronta de Bosch, más que de ningún otro líder político.
Bosch fue el primer presidente Constitucional de la República en la época de la democracia que se inició en 1961.En el discurso de juramentación el 27 de febrero de 1963, el primero de ese tipo en la democracia, pronunció el juramento que servía de argumento al gobierno democrático, cuyo fundamento son las leyes.
Al colocar las leyes y la voluntad popular como fundamento de su Gobierno, Bosch estaba consciente del valor de la legalidad del proceso que se iniciaba, sobre todo en la situación histórica de la época. Aún estaba reciente la imagen del presidente tirano que gobernó al país de manera arbitraria y personal: Trujillo.
El Presidente Constitucional quería afirmar una imagen presidencial distinta, que significaba una ruptura con el pasado. Y para reafirmar en ese discurso el carácter democrático de su autoridad, colocó esa autoridad bajo la tutela del pueblo, de quien era representante y defensor a la vez.
“El doctor Segundo Armando González Tamayo y yo acabamos de jurar que desde nuestros cargos de Vicepresidente y Presidente de la República cumpliremos y haremos cumplir la Constitución y las leyes que nos gobiernan; y decimos con propiedad que nos gobiernan, porque en una democracia no debe haber más gobierno que el de las leyes, y los hombres, cualesquiera que sean sus posiciones, están llamados a ser sólo los ejecutores de las leyes”.
“Ahora bien, al mismo tiempo que ejecutores de la leyes, nos toca ser representantes y defensores del pueblo…”.
En ese sentido, Bosch trató en cada momento, durante su breve mandato como presidente de la República, de ser fiel a la imagen de ser investido por la autoridad del pueblo para cumplir y hacer cumplir las leyes. Equivocado o no, en forma quizás muy doctrinaria, pero siempre sincera, franca y apegada a la legalidad, ese presidente campeó en medio de todas las tormentas políticas que culminaron con su derrocamiento en septiembre de 1963.
A raíz de una de las pruebas más difíciles, puesto que significaba enfrentarse a parte del pueblo que lo eligió, Bosch apeló a la imagen de su autoridad indiscutible como Presidente Constitucional de la República. Se trataba de la huelga de los empleados públicos, decretada por la Federación Nacional de Empleados Públicos e Instituciones Autónomas, FENEPIA. Pero, particularmente, en la huelga de los Trabajadores de La Manicera.
En esa coyuntura Bosch fue enfático en el criterio de que, como Presidente de la República, poseía la “mayor autoridad”, una autoridad única e indiscutida, sólo limitada por la ley, y claro está, otorgada por el voto del pueblo. Él no era un presidente “de dedo”.
“Yo no estoy en la Presidencia de la República de dedo. A mí me eligió el pueblo, mi autoridad es la autoridad del pueblo; la autoridad legal ejecutada en nombre del pueblo que me eligió. Como Presidente de la República tengo la mayor autoridad que se pueda tener en ningún país democrático del mundo o tanta autoridad como pueda tener el Presidente de la República más grande y poderoso del mundo. Esa autoridad tiene que ser respetada. Debe ser respetada siempre, dentro de los límites estrictos de la ley”.
Las huelgas de FENEPIA, las de FENAMA (los maestros) ,así como otras escenificadas por los trabajadores de instituciones autónomas del Estado como la de la Sociedad Industrial Dominicana y La Manicera fueron declaradas todas ilegales y los huelguistas despedidos. Así se generó el fenómeno de los despidos masivos de empleados, que la oposición denominó “La aplanadora”, cuyo propósito era, según se decía, para colocar en sus lugares a personas adeptas al gobierno de Bosch.
Esa imagen fuerte, en el marco legal, contrastaba con otras imágenes de Juan Bosch proyectadas como atributos éticos esenciales de su gobierno: la honestidad, la austeridad y la humildad. Su gobierno tenía ese toque humilde, sencillo, austero al extremo, que el presidente irradiaba en su manera personal de vestir, hablar, comer, etc.
En sus alocuciones Bosch se complacía en dar esa imagen y con él su Gobierno:
“Cuando tomé posesión del cargo de Presidente de la República, lo hice en traje de calle, sin Banda Presidencial, sin honores militares, porque la democracia tiene que ser humilde. Uso automóvil particular, con placa particular, automóvil que no es de pescuezo largo, porque la democracia tiene que ser humilde. La humildad en mí no significa esfuerzo. Soy naturalmente humilde. Mi padre llegó a este país como albañil. Y después fue un pequeño comerciante(…)procedo de lugar humilde… La humildad, pues, no es extraña, y la humildad requiere cortesía. Los humildes por naturaleza, son corteses”.
La honestidad es un valor que Bosch puso siempre por delante, en todos los actos de su vida pública y privada. Él lo refleja de manera excepcional en ocasión del golpe de Estado del 25 de septiembre de 1963, que lo echó del poder.
La integridad en lo personal y en político —valor fundamental de ese personaje histórico — fue puesto a prueba en la acción fáctica y la acción discursiva que representa la carta “Al pueblo dominicano” que Bosch redactó al otro día del golpe de Estado, el 26 de septiembre, en el Palacio Nacional, donde se encontraba en calidad de prisionero.
Al acometer esa doble acción Bosch nunca se despojó de sus prerrogativas y atribuciones de Presidente Constitucional de la República. Más bien reafirmaba la convicción de que gobernaba por mandato de la voluntad popular y acorde con las leyes que juró cumplir y hacer cumplir.
Eso quedó claro en ese texto, cuyo mensaje aporta además la seguridad de su valiente actitud: nunca cedió a las peticiones de los golpistas, que eran non sanctas, ni antes ni después del golpe de Estado.