De la misma manera que el muy anciano y discapacitado hombre dejó de ser, Joaquín Balaguer simplemente se pudrió en el poder. Terminó ciego, sordo y mudo al final de su gobierno y de su vida.

En el extenso ejercicio de la presidencia de la República, que se volvió intenso, dramático y no menos trágico, Balaguer nunca fue derrocado ni renunció. Al final fue insostenible.

Tampoco se enfermó, tomó vacaciones o se ausentó de manera a permitirse alguna vacancia. Esa función lo retenía como en una “silla de alfileres.

Por vía de consecuencia, la función presidencial como tal, también se le pudrió en las manos. Había hecho de ella su segunda naturaleza.

En 1986 Balaguer inició una nueva serie de tres períodos gubernamentales, en los que inauguró un nuevo estilo, dejando intactos los perfiles de su carácter autoritario y de la orientación conservadora de su política.

Desde el discurso de juramentación del 16 de agosto de 1986, se advirtió la imagen del presidente enérgico, revitalizado, afirmando con la repetición del “vuelvo y vuelvo”, su eufórico retorno a la “silla de alfileres”:

“En los últimos ocho años, con fe e insistencia indeclinables, miles de dominicanos han repetido en calles y mentideros las siguientes palabras: vuelve y vuelve. Bien. Vuelvo y vuelvo. Vuelvo, para cumplir mi deber dominicano. Vuelvo para compartir con todos mis compatriotas un programa de labores y esperanzas. Vuelvo para evitar que se descontinúe la práctica que hemos seguido, desde hace ya más de un cuarto de siglo, de promover el progreso con libertad. Vuelvo para asociarme a todos mis conciudadanos en el empeño patriótico, difícil pero posible de enderezar la economía y las finanzas nacionales. Vuelvo para consolidar con la alternancia en el poder de partidos diferentes, el proceso democrático nacional. Vuelvo para reconstruir la fe nacional deteriorada. Vuelvo, no para hacer milagros, sí para afrontar con decisión las crisis que nos afectan”.

En ese discurso, el martilleo de su voz — silenciada durante ocho años de gobierno perredeísta en los cuales la ceguera y la vejez le ganaron la batalla — era un indicio de que Balaguer había resurgido desafiante y con nuevos bríos.

Volvía coronado de gloria y éxitos no tanto por sus ejecutorias anteriores sino por la magnitud del desastre cometido por la gestión del PRD en la presidencia de la República.

Retornaba a la escena un gobernante experimentado a quien el tiempo y los errores de sus adversarios habían dado razón.

Toda la pieza oratoria de ese 16 de agosto es un despliegue de orgullo y arrogancia. Con más énfasis Balaguer truena contra todo el mundo, ceremonioso y agresivo, aleccionador y compasivo, repartiendo dardos y seducciones, anatemas e invitaciones.

Él es el Mesías: “Mi voz se alza en medio de la incertidumbre y de las angustias de estos días”. La voz en el desierto.

Él es, sobre todo, el ídolo y el promotor de la juventud:

“Nuestra aspiración es la de gobernar, principalmente con las nuevas generaciones. No vamos, desde luego, a prescindir de la experiencia ni a hacer caso omiso de la historia. Pero si queremos ofrecer a la juventud la oportunidad de servir a su país en puestos de trabajo y no en destinos públicos que se reduzcan a simples sinecuras. Confío que toda la gente nueva que me ayudó a triunfar en las elecciones de 1986 y que tan defraudada ha sido por distintas administraciones en un pasado reciente, sepa colocarse a la altura de la oportunidad que le va a ser ofrecida. Los jóvenes de hoy han nacido en medio de una sociedad más viciosa y llena de deformaciones morales que aquella en que vivieron nuestros padres. Muchos de los jóvenes que han participado en la vida pública, en los últimos 25 años, no han sabido servir a su país ni con dignidad ni con espíritu de sacrificio”.

El discurso sobre la juventud daba a Balaguer una imagen fresca, renovada; sobre todo en una sociedad cuya población era y es mayoritariamente joven. Ese discurso era más persuasivo, por cuanto provenía de una persona que hablaba como un abuelo a punto de dejar este mundo.

Esa doble imagen, juventud y vejez, vida y muerte, fue, sin entrar en el plano retórico, el contenido que Balaguer dio a su nueva gestión como elemento inaugural.

Balaguer, en contraste con ese poema a la juventud en su oratoria, se describe como un hombre que ha agotado su ciclo de vida un: “hombre que ya ha salido de la estación del otoño memorioso”.

Y así, se declara por encima del bien y del mal y sin compromiso con nadie, incluyendo su partido y sus amigos, excepto con Dios y con la Patria:

“Debo dejar también bien sentado que no me intimidará ninguna amenaza cuando tenga que actuar en el cumplimiento de mi deber. La vida de un hombre que ya ha salido de la estación del otoño memorioso para entrar en la hora crepuscular de la existencia vale muy poco y nada podría ser de mayor satisfacción para quien habla que ofrecer esa cosa tan pequeña a algo tan digno como el interés por la patria o a algo tan grande como la salud de la República. Llego, en una palabra, al poder sin compromisos con nadie, excepto con el pueblo que me eligió libremente. No usaré de favoritismo con nadie y no me sentiré obligado con nadie, excepto con Dios, y después de Dios con la Patria”.

Balaguer es, entonces, un hombre cuya vida “vale muy poco”, y que en lo adelante se describirá a sí mismo como “ciego, sordo y mudo”.

Ese es quien dirigirá los destinos del país como presidente en la mayor parte de la década del noventa. Es en quien, a apenas una década del siglo XXI, la sociedad dominicana confió su destino.

Con más energía, y quizás con más sentido de la historia que los demás políticos dominicanos, Balaguer apoyaba su permanencia en el poder en la apelación a un estado de derecho. Fue un recurso lo utilizó siempre y que siempre violó.

Fue su primer recurso para legitimar su regreso al poder en el acto de toma de posesión en 1966.En ese discurso proclamó “un nuevo estado de derecho”, luego de que ese estado fue interrumpido en 1963:

“El país ha aspirado, desde que desapareció el régimen constitucional en 1963, al estancamiento de un nuevo Estado de derecho”.

Sólo la pasión por el poder, al cual él se había hecho adicto, y la inercia del pueblo, explican el gobierno balaguerista producto de las elecciones de 1990.Y el hecho de que en la oposición no había quien lo desafiara y asegurara la alternabilidad en el poder.

El desencanto con el PRD era aún muy fuerte. Juan Bosch y el ascendente Partido de la Liberación Dominicana, aunque denunciaron un “fraude colosal” en su contra, tampoco eran todavía opción clara y madura de gobierno.

Según la percepción de la época, José Francisco Peña Gómez y el PRD habían ganado las elecciones de 1994.El pueblo le había dado en triunfo.  Pero Balaguer había ganado en la Junta Central Electoral, al decir de Juan Estaban Oliver Feliz, entonces delegado político del Partido Reformista.

De todas maneras, la crisis postelectoral de 1994 que dio como resultado el recorte de dos años al gobierno de Balaguer fue la mejor demostración de los ambiguos resultados electorales. Sin embargo, lo que importa es que Balaguer había perdido todas sus cualidades personales y de gobernante.

Esa última gestión fue la peor vergüenza para la democracia dominicana. Terminó con muchas penas y sin gloria.

El zarpazo final a la libertad y a la vida fue la desaparición de Narciso González (Narcisazo) en mayo de 1994, luego de que el revolucionario, catedrático y escritor lanzara duras críticas a Balaguer .