Joaquín Balaguer había sido presidente de la República a dedo durante la dictadura de Trujillo; función que desempeñaba a la hora del asesinato del tirano. El perfil público que forjó en aquella circunstancia se prolongó hasta largos tiempos posteriores a esa dictadura, a través de conceptos, valores y prácticas que trascendieron hasta nuestros días en la política dominicana.
En la era democrática que inició el 30 de mayo de 1961, Balaguer fue presidente de la República durante seis períodos. Tres en forma consecutiva, en una primera etapa que se ha denominado los Doce Años. En una segunda, durante tres períodos también consecutivos, dos de cuatro años y uno de dos.
En un período de treinta años, de 1966 a 1996, Balaguer gobernó durante 22 años en seis mandatos gubernamentales. Esa continuidad en el poder hace difícil trazar de un solo bloque —como es posible hacerlo cuando el presidente permanece en esa función por un solo período —los contornos de su personalidad como gobernante.
Sobre todo, que según las circunstancias en que ejerció una carrera de servidor público que duró más de sesenta años, hay quienes en materia estrictamente política hablan no de un solo Balaguer, sino de dos ,tres y más: el cortesano de Trujillo, el déspota ilustrado , el estadista reformador, el tirano, represivo y asesino.
De todas maneras, su condición de presidente en el período democrático se inició con su discurso de juramentación el 1ro. de julio de 1966, y en éste dejó plasmada la nueva imagen que buscaba transmitir a los dominicanos bajo el lema de la “revolución sin sangre”.
En 1966 el país acababa de salir de una guerra civil, la Revolución de 1965, y la sociedad estaba dividida y llena de odio y violencia —como estaba en 1963—.
Pero esta vez la pugna no era entre trujillistas y antitrujillista, sino entre los constitucionalistas o revolucionarios, que junto a Caamaño defendían la Constitución de 1963 en la revolución; y los anti constitucionalistas o reaccionarios, que junto a los militares del CEFA y las tropas norteamericanas, que aún permanecían en el país en calidad de invasores, defendieron la causa de los golpistas y de la vieja oligarquía que prohijó el golpe de Estado de septiembre de 1963.
En esa situación, Balaguer se colocó como árbitro de los bandos en pugnas y proclamó en la campaña electoral, “la revolución sin sangre”. Sin embargo, él contaba con el apoyo de los norteamericanos y de esa vieja oligarquía, que en ese proceso electoral de 1966 impidió que Juan Bosch hiciera campaña electoral y que volviera a la Presidencia de la República.
Las palabras de juramentación de Balaguer reflejan la imagen mesiánica de salvador del país. Él inauguró en ese discurso, el tópico “nunca ,antes de mi gobierno ”; el mismo que en circunstancias que se consideran excepcionalmente graves y hasta no tan graves, repetirán en el país otros presidentes para referirse a la enorme responsabilidad de asumir la Presidencia de la República.
Ese “nunca antes ” de 1966, en el discurso de juramentación, describe al país en su peor crisis:
“Pocas veces ha caído sobre un dominicano una carga de tanta responsabilidad como la que el destino coloca hoy sobre mis hombros. El juramento que acabo de prestar entraña para mí un tremendo compromiso ante el país y ante la historia. Son muchas las esperanzas que la inmensa mayoría de nuestros conciudadanos tienen cifradas en la labor de los hombres que hoy inician su gestión al frente de la administración pública. Muchas de esas esperanzas son superiores a todo esfuerzo humano y la realización de cualquiera de ellas exige una inmensa capacidad de sacrificio. Estamos frente a un país deshecho y a una administración hundida virtualmente en el caos”.
Obsérvese en ese trozo del discurso, que Balaguer pinta una imagen desastrosa del país, “deshecho”, y de la administración, “hundida en el caos”, para apelar al esfuerzo humano, a la responsabilidad, a la capacidad de sacrificio, que son las virtudes que él exhibe como propias, en tal urgente momento.
Presidente Constitucional, aunque a raíz de un proceso electoral muy cuestionado, la situación era propicia para enarbolar un concepto que en Balaguer sería permanente en la visión mesiánica con la que ejerció el poder: el vínculo de “compromiso ante el país y la historia”.
Con la fuerza de un presidente predestinado, Balaguer inauguró su gobierno, no sin antes recordar en las palabras finales de ese discurso, que “no omitirá ningún sacrificio ni ningún esfuerzo para hacerme digno de esa enaltecedora prueba de confianza” que le dieron “los que lo honraron con sus votos en las urnas del primero de junio”.
Ahí Balaguer no menciona la palabra pueblo, pero dejó en claro que su mandato le venía de los votantes, y que gobernaba para todo el pueblo, fueran estos partidarios o adversarios. Esa última imagen es la que sobresale en ese discurso, tenso y agresivo, en el que justifica y amenaza a la oposición, sobre todo a los grupos de izquierda, cuando afirma:
“Las elecciones del primero de junio demuestran que el país repudia a los agitadores y que esa minoría carece de fuerza y de autoridad para decidir por sí sola los destinos de toda la nación”.
Balaguer se presenta, así como el representante y el protector de la mayoría. Y en esa misión, la imagen fuerte se robustece, cuando define su propósito y el tipo de “democracia efectiva” que busca establecer en el país, desatándoles la guerra, si fuere necesario a los grupos “subversivos” de extrema izquierda y de extrema derecha.
“Si los partidos de oposición, inclusive los grupos de la extrema derecha se lanzan a una labor de oposición desenfrenada y tratan de desarticular la vida del país y de quebrantar sus principios fundamentales, es lógico que esa convivencia se haría imposible y que el Gobierno, aún animado de las mejores intenciones, se verá empujado a actuar con drasticidad y a enfrentarse abiertamente a esa actitud subversiva”.
Esa imagen pugnaz, plantada en el corazón de la República por el presidente el mismo día de inaugurar su mandato, será lo que se impondrá durante los siguientes doce años de gobierno. A pesar de que, en ese mismo discurso, el presidente quiso apaciguar al pueblo y a los opositores, quienes en las palabras anteriores tenían sobradas razones para entender que el nuevo Balaguer era una reedición del viejo Balaguer de la dictadura de Trujillo.
Sin embargo, palabras después Balaguer pronunció esta célebre: “Yo no he venido aquí a ponerme el uniforme y las botas de Trujillo, sino a hacer un intento sincero para lograr que esos símbolos de opresión desaparezcan de la vida de todo dominicano”.
A través de esta célebre expresión Balaguer buscaba calmar la inquietud de sus adversarios mostrándose comprensivo y obsequioso
Al decir que quien gobernaba en el país no era el fantasma de Trujillo, Balaguer buscaba calmar la inquietud de sus adversarios mostrándose comprensivo y obsequioso. Hábil manejador de la palabra, en su retórica aplicaba el mismo modelo que en sus acciones fácticas como gobernante y en las relaciones con sus adversarios políticos : el de el garrote y la zanahoria.