Darse buena vida, en término ético no está nada mal, siempre y cuando se trate de un momento y no todo el tiempo, lo que es diferente al buen vivir, que implica formas de vida que van acordes con el decir y hacer en tanto excelencia, elevación de la potencia del cuerpo, de ese impulso de vivir o de perseverar en el ser o conatus, como diría Espinoza.

El buen vivir no es cuestión de un momento sino de todos los tiempos, de todos los días, ya que los proyectos de vida son los que cuentan, a pesar de lo transido, del dolor que siempre a estos le acompañan.

Hay que existir, resistir viviendo; lo importante es lo que has sido, no lo que quiere ser.

En mi vida por el mundo del pensar, de la escritura y de la docencia, siempre voy distinguiendo qué es darse buena vida y qué es buen vivir. La primera forma de vida reduce todo a la sensualidad, al placer por el consumo, a la voracidad por consumir sin frugalidad y vivir por y para la parranda; y la segunda forma de vivir va por la moderación en el consumo y el cultivo de valores que contribuyen a la convivencia humana.

En el buen vivir cuentan los valores del arte, y ahí entra el artista Joan Manuel Serrat, el cual forma parte de mi historia de vida, de esa intrahistoria que no es visible y que cabalga por este mundo y cibermundo contra esos vacíos que nos van inundando cuando ya no están los que el tiempo se llevó por los confines de la expansión del universo.

En ese tránsito dantesco nos encontramos en gira del pasado ya vivido y compacto de existencia, porque no se puede modificar en este presente de posibilidades, de un todavía que no es hora, exceptuando la incertidumbre.

Es desde esa vista hacia atrás (recuerdos) que vago entre las andanzas que comencé a vivir sobre el mundo y sus cosas, al comienzo de mi niñez, cuando escuchaba las canciones de Serrat, de las cuales aprendí a tener vivencias y luego experiencia de cómo era mi pueblo. En ese pueblo (Salcedo, hoy Hermanas Mirabal) cultivé la pasión por algunos valores como la lucha por la democracia, la cual fue socializándose desde mi niñez, cuando compartía con mis hermanos en sus encuentros con sus amigos, donde se discutían temas de política, sociología y filosofía.

Las canciones de Serrat eran entre mis hermanos y sus amigos un toque de queda cada domingo en la tarde. Mi entretenimiento eran también escuchar esas canciones y jugar ajedrez con ellos. Con apenas 9 años, comencé a colocar las canciones de su álbum titulado Mediterráneo.  Para esa época venían en disco de vinilo de larga duración (LP).  En cada canción me interrogaba sobre un ir y venir de un pueblo que se movía en un tiempo circular.  Cada vez que escuchaba la canción “Pueblo Blanco”, me entraba una sensación de orfandad y de cuestionamiento sobre por qué me sentía así, por qué cada domingo era igual que el domingo anterior, entre ir y venir en la noche, dando vueltas y revueltas entre vecinos alrededor del parque y de la iglesia y su campanario.

En ese ambiente de rutina, reiterar las canciones de Serrat, cada domingo, me producía distanciamiento y búsqueda: “Barquito de Papel”, “Aquellas pequeñas cosas” y otras canciones me daban sensación de melancolía, rodeado de gentes conversando sobre la muerte de Caamaño, y la falta de horizonte.  Todo esto dio como resultado la emigración de mis hermanos hacia Estados Unidos, y de mis padres, junto conmigo y mi hermana, hacia Santo Domingo, para luego, una década después (1984), hacerlo; primero mis padres y unos meses después, mi hermana y yo.  Fue la emigración total de una familia que desde entonces ha marcado mi cuerpo y mi memoria.

Antes de emigrar a Estados Unidos, cuando estudiaba filosofía en la UASD, disfruté de un concierto gratuito de Serrat, en la avenida Independencia, esquina presidente Vicini Burgos. En ese momento estaba junto con la profesora Vanna Inni, y otros estudiantes de la carrera. Me impresionaba la sencillez de este artista y el cómo antes de empezar a cantar, se mezclaba con los músicos, organizando los instrumentos musicales que se encontraban colocados encima de una tarima.

Para esa época, de vez en cuando colaboraba en el periódico El Nuevo Diario, cuyo director era el periodista Ramón Colombo. Este periódico sigue ubicado en el mismo lugar de hace 40 años, recuerdo que, desde la zona Oeste, me desplacé a ese lugar a entregar mi artículo “Joan Manuel Serrat, ante la miseria musical”; en el que situaba la música de redes melancólicas depresivas de la época ante sus canciones que van por los senderos de la existencia, el amor y la libertad.

En Barcelona (Cataluña) caminé por la Calle del Poeta Cabanyes, donde se encuentra la casa donde nació Serrat, parte de esos entornos se encuentran en algunas de sus canciones.

Hoy como ayer, hay que comprender las canciones de Serrat, en cuanto al buen vivir, saber que esta vida hay que saberla usar y que vale la pena:

De vez en cuando la vida

afina con el pincel

se nos eriza la piel

y faltan palabras

para nombrar lo que ofrece

a los que saben usarla.

 

Después de mi regreso de Estados Unidos, estuve presente en algunos de sus conciertos, hasta este jueves 5 de mayo 2022, en el Teatro Nacional, donde Serrat, se despide de los escenarios, pero no de la música, como él mismo ha manifestado. Esa noche, junto a mi compañera Yvelisse, pude recordar que su música produce un sonido agradable, placentero a mis oídos, porque estremece toda mi existencia, mi razón de ser.

Para Serrat, cantar es un vicio, al que sitúo como práctica y hábitos de buen vivir, porque entra en lo virtuoso, haciendo de este artista, de sus canciones cargadas de poesía, un valor de vida en el tiempo de ayer, de hoy y de siempre.