Es con gran tristeza que me referiré al fallecimiento, el 27 de diciembre pasado, de Jacques Delors, un creyente, estadista y europeísta, en ese orden.

Lo de creyente era una particularidad que muy pocos franceses suelan asumir abiertamente.  Herederos de las convulsiones del sisma de occidente y de las guerras de religión, es una cortesía y una gentileza (además de un requisito legal) el hacer énfasis en lo laico. Las raras ocasiones en que uno ve a un dirigente político en una iglesia es cuando asiste al funeral de un antiguo rival, como fue el caso cuando muchos lo acompañaron al de Mitterrand, fallecido unos veinte años antes que él.  A él, sin embargo, no le preocupaba decir que tenían que dejarle espacio para ir a misa los domingos o que fue “gracias al cielo” que no militó en algunos organismos. Humilde en el trato, estaba sobre todo orgulloso de su capacidad de trabajo: “Como me cuesta entender, suplo con esfuerzo”, le dijo una vez al presidente que se maravillaba de su claridad expositiva para referirse a las finanzas de su país.

Los alemanes le agradecen su decidida colaboración para la reunificación germánica después de la caída del muro de Berlín, pero todos los europeos le deben la unificación monetaria de la comunidad económica europea.  Con la misma capacidad de trabajo de la que se sentía orgulloso como ministro de finanzas, cuando presidió la Comisión Europea fue un verdadero dínamo, que ostentó más poder que muchos antes y después de él. Todavía muchos ingleses están resentidos por ese hecho.

A su salida de la dirección de la Unión Europea, se esperaba que fuera candidato presidencial de su país ya que gozaba con la aprobación de las izquierdas (su catolicismo le hacía entender la participación del estado en la protección de los individuos como necesaria una red social) y de las derechas (su pragmatismo le hacía ver que era únicamente a través de instrumentos financieros que esa unión podía efectivamente darse).

Arguyó que no se sentía con las fuerzas para asumir un compromiso de tal envergadura y que confiaba en que otros podían afrontarlos.   Creo que la clave de esa decisión pudo leerse varios años después, cuando escribió sus memorias personales y eligió el siguiente epígrafe para motivar la lectura: “Llevamos dentro de nosotros proyectos, deseos, esperanzas a los que nos aferramos tan apasionadamente que a veces olvidamos que podría haber un plan de Dios más grande que los que podemos concebir, mejor para nosotros, más emocionante; más capaz de darnos aliento y esperanza;

En su caso, los proyectos después de la Unión Europea, en lugar de ser galocéntricos, fueron universalistas. Le dedicó varios años a la preparación de un voluminoso y bien preparado documento denominado “La educación encierra un tesoro” para la UNESCO en el cual exponía con su simplicidad habitual, pero con muchos datos al apoyo, cómo podía utilizarse esta herramienta frente a un mundo en evolución.  Esta es la dimensión de su vida por la que es más conocido en América Latina. En República Dominicana fue muy citado en la época en que se batallaba por el 5% del PIB para la educación. Ojalá muchos estuviésemos en medida de afrontar los retos con la misma confianza, pasión y dedicación que él.