A mí, el asunto de ir a la guerra no va conmigo. En esto de matarse porque unos señores que nunca se matan entre ellos lo mandan o te obligan a hacerlo desde unos cómodos despachos no me convence lo más mínimo. Me podrán llamar miedoso, cobarde, gallina, capitán de las sardinas o lo que quieran, pero servidor de ustedes no piensa ir a una guerra sea la que sea, la tan relatada y magnificada de Ucrania, las que puedan haber en Afganistán en un futuro, la de naves espaciales con Venus y la fuerza que les acompañe, o la tan frecuente guerra de precios de los supermercados, que si bien no lo parece, también causa muchas bajas por inanición o malnutrición.

Nunca ha entendido por qué el soldado Juan Pérez tiene que matar con su ametralladora a Hans Kraus, o el también soldado Hans Kraus tiene que hacer picadillo a Juan Pérez con su bayoneta por que sí, por el rencor, la envidia, el capricho o la ambición de sus políticos o militares. Ni uno conoce al otro y ni siquiera han discutido por un parqueo, por una tarjeta de las que dan los gobiernos para tratar de aplacar las necesidades de los precarios, o por el turno de echar gasolina en tiempos de escasez.

Y si alguno de ellos se niega a tomar las armas sus propios superiores se lo pasan por las mismas, lo fusilan o lo ahorcan por cobarde, rebelde, por hacerse caca en los pantalones en las trincheras bajo un terrible bombardeo, por traidor, o por no haber aprobado las matemáticas de bachillerato. El caso es dar un ejemplo de barbarie por una muestra de civilización, porque no querer combatir es una señal de cordura, de mucha cordura, que nadie lo dude.

La guerra es la peor desgracia que puede sucederle a la humanidad, más que las pestes, las hambrunas, los terremotos, los tsunamis, e inclusive los impuestos que ya es decir. No entiendo como desde el Cielo se pueden permitir semejantes disparates entre sus criaturas. Y no solo mueren hombres armados, también civiles inocentes, mujeres, niños, ancianos, animales, las esperanzas y los sentimientos de la mayoría de las poblaciones involucradas.

En la guerra, digan lo que digan, lo justifiquen como lo justifiquen sus filósofos defensores nadie gana o empata, todos pierden, los derrotados, los vencedores y hasta los que la mirones que no participan. En la segunda mundial de 1944 murieron entre 50 y 60 millones de personas, eso sin contar los millones heridos, tullidos para siempre y los traumatizados de por vida por haber perdido su familiares o sus bienes

¿Puede uno imaginarse una burrada más burra, una salvajada más salvaje? ¿Acaso Hitler, Churchill, Stalin, Roosvelt, Petain, Mussolini o Hiro Hito, no se la hubieran podido jugar a las cartas en una partida de poker entre el humo, no de las granadas sino de los cigarrillos y tragos como siempre salen en las películas? O dispararse unos buenos tiros en unos duelos al amanecer de los bosques con sus padrinos correspondientes a ver quiénes quedaban en pie y ganaban?

Nos hubiéramos ahorrado millones de toneladas métricas de sangre, miseria y sufrimiento. Como decía la sabia niña Mafalda si los que organizan la guerra tuvieran que ir ellos, siempre había paz. Tal vez sea este el remedio para acabar con esa palabra de seis letras tan atemorizante y sangrante: GUERRA.

Si unos señores vestidos de uniforme vienen a buscarme para ir a pelear en el frente de batalla díganles que me he ido al corazón del Mato Grosso brasileño a cazar gambusinos aterciopelados con un billete de avión solo de ida y que, para cubrir mi ausencia, designo al ministro de guerra como mi sustituto. Qué él se faje con los enemigos, sobre bombas y metrallas debe saber mucho más que yo.