Aunque el evangelio de San Juan dice que al principio era el verbo, las primeras impresiones que tenemos los seres humanos son pre-verbales. De hecho, el peso de la emoción es tal que, tal como nos lo dice la etimología de la palabra, recordar quiere decir pasar otra vez por el corazón (no por la mente, no por las palabras). Ese concepto no es único en el castellano. En inglés “knowing something by heart”, saberlo con el corazón, quiere decir sabérselo en automático, aún sin comprenderlo.

Sin embargo, lo que más nos permite compartir la referencia al pasado es el logo, el lenguaje.  Y por eso siempre han existido las tradiciones orales que eventualmente se convierten en tradiciones escritas y, cada vez más, almacenadas de manera digital. Constantemente estamos construyendo una visión de nuestras sociedades.  Recuerdo lo que nos enseñó una profesora de inglés a finales del siglo pasado: “Ha habido pueblos que existen sin la invención de la rueda, pero no ha habido pueblos sin historias”.  La interpretación de la realidad de acuerdo a un discurso es una necesidad primordial de todos los seres humanos. Los cuentos, con diferentes niveles de elaboración, constituyen un lazo de unión entre los miembros de la sociedad. Son los conocimientos comunes los que nos dan sentido de identidad.

Por eso existieron los juglares, a eso se dedicaron los monjes y, progresivamente, cada vez más personas nos hemos convertidos en cronistas de nuestra cotidianidad e intereses a través de las redes sociales. Y por esa misma importancia que tienen las historias es que resulta tan duro vivir con la pérdida de la memoria individual de un relacionado, una situación que es cada vez más común, especialmente en América Latina, la región donde se registra una mayor proporción de personas afectadas por la pérdida de la memoria con respecto a la población total.

Sintiendo por un ejemplo en particular que me tocó muy cerca, mi abuelo y por todas ellas fue que escribí el libro “Más fuerte que el olvido”, que además de rescatar los momentos más cálidos de su proceso de degeneración senil incluye pasajes de escritores dominicanos, especialmente de la región sur de donde él era originario.  Así, cité extractos de autores a quién él conoció “en carne y hueso”, los señores E. O. Garrido Cuello (don Badín), Edna Garrido de Boggs (prima del anterior y ambos de origen sanjuanero también), Héctor Incháustegui Cabral y Virgilio Díaz Ordóñez, y otros que solo leyó como Amelia Francasci, Federico García Godoy, Arturo Damirón Ricart y Heriberto Pieter Bennet y es que la mayoría de los afectados por estas degeneraciones aunque empiezan perdiendo sus datos individuales, conservan durante más tiempo lo colectivo.  Hay que aprender historias, leer periódicos y estar al tanto de los acontecimientos para que, si algún día llega esta separación anticipada adelantada, conservar terreno común donde todavía se pueda compartir.