Desde mi observatorio de la Ciudad Primada de América me dirijo, en esta segunda crónica, a todos mis improbables lectores para reflexionar sobre el convencimiento que ha dado al ser humano el progreso científico, técnico y económico (fundamentalmente en Europa y Occidente) sobre la idílica posibilidad de la inmortalidad física. Considero que el contexto de la Semana Santa de 2022, en el que nos encontramos, es muy propicio para replantearnos el papel del sufrimiento y de la muerte (tengamos creencias religiosas o no). La muerte no entiende de sistemas espirituales o filosóficos.

La creencia en el poder del progreso para acabar con todos los males de la vida del ser humano ha sido tan grande que, durante varias décadas, hemos llegado a olvidarnos de la existencia y la cercanía del fenómeno de la muerte. Sin embargo, varios sucesos de los últimos años (como han sido varias epidemias y pandemias, grandes desastres naturales, diversos atentados terroristas y varias guerras) nos han llevado a tener que volver a reflexionar sobre el carácter infalible y cercano de la misma.

Con todo, el ser humano parece decidido a desterrar la idea de la muerte. Aunque es una quimera (hoy por hoy), en cuanto la bonanza llega se aparta la idea del dolor, de la enfermedad y del destino final del ser humano en la Tierra. Por otro lado, los avances tecnológicos y científicos (que son asombrosos) ayudan a alimentar el anhelo del ser humano de poner un remedido a la finitud de su existencia física. Las noticias sobre la posibilidad de la mejora en el tratamiento de ciertas enfermedades, o la extensión de la esperanza humana, unidas a otras que afirman que el ser humano podrá llegar a ser reparable a nivel biológico llevan a muchos a creer que seremos algo así como “divinidades”. La idea de la Inmortalidad eleva nuestros pensamientos y aquieta nuestros más profundos temores.

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Lejos de profundizar en los fenómenos que llevan al ser humano y a la sociedad a querer apartar de sí la idea del final de su vida, algo que sería en sí mismo muy interesante (a nivel antropológico y sociológico), deseo detenerme en analizar con evidencias concretas como se ha desplazado a un lugar secundario el fenómeno de la muerte.

Hasta tal punto se ha querido apartar la mínima presencia de ese acontecimiento tan común y connatural a nuestra existencia que un ejemplo muy claro de ello es el proceso implantado para acompañar al fallecido y sus familias en dicho trance. Por extensión, la forma de inhumar a los fallecidos es una extensión del deseo de hacer desaparecer ese fenómeno vital.

En República Dominicana, en ambientes rurales, es posible ver velatorios en la actualidad (como un fenómeno social aún vigente) pero lo cierto es que la práctica va retrocediendo. Se están dado paso a formas más asépticas y con efecto anestésico del dolor, por la pérdida de una persona apreciada y por el fatal recordatorio de que todos tenemos reservado ese destino (pese lo que nos pueda pesar).

A continuación, como un modelo implantado o en proceso de implantación en buena parte de las sociedades del siglo XXI (desarrolladas o en vías de desarrollo), presentaré de forma sintética como es el tratamiento de la muerte. Para ello, nada mejor que analizar dos elementos tan concretos como son los tanatorios (que sustituyen a los velatorios hogareños) y las nuevas tipologías de inhumación (que sustituyen a los tradicionales enterramientos en los cementerios).

En lo que respecta a los tanatorios parecen auténticos parques de atracciones, o modernos centros comerciales, más que un lugar para una última despedida. Su diseño está debidamente cuidado para intentar desaparecer toda muestra de dolor. Cuando se llega a un tanatorio tenemos una lujosa y agradable zona de recepción (que parece la entrada de un hotel o un aeropuerto internacional). Suele ser un espacio de diseño arquitectónico cuidado y donde el uso de vidrieras permite que la luminosidad penetre por todos sus ángulos y ayude a combatir el pensamiento en la muerte. La escena se completa con obras de arte, elementos ornamentales, hilo musical relajante e incluso algún tipo de curso de agua o fuente. Hay vitrinas donde se ofertan diversas tipologías de recordatorios, que pueden ser adquiridos, así como diversos servicios.

Las salas para recibir a los familiares y allegados del difunto ya no se parecen a aquella sala del hogar donde se velaba a la persona de forma cercana y cálida. Son salas elegantes, bien acomodadas y donde los féretros no están (propiamente) dentro sino ya que se encuentran en un anexo (al otro lado de una pantalla de vidrio). Por otro lado, esa ventana para dar la despedida al fallecido está en un ángulo intencionalmente desplazado para que desde la entrada o dentro de la sala no sea fácil toparse con ese umbral. Sólo el que decididamente desee despedirse de la persona podrá verla si se acerca lo suficiente a ese lugar “no apto para todos”.

Una vez que se concluye el tiempo de exposición todo acaba de forma sencilla y rápida. La ventana de cristal queda tapada por una cortina y el personal del lugar invita a los familiares y allegados a ir a la capilla del tanatorio, en caso de que se desee que se haga una celebración religiosa o funeral.

Ahora solo nos queda referirnos al proceso de inhumación. Frente a la costumbre del enterramiento en un ataúd, en el cementerio (ya sea en un nicho, en una tumba o en un mausoleo familiar), ahora se estilan nuevas formas de enterramiento o de preservación de los restos del fallecido. Lo más común es que, hoy en día, se prefiera la cremación y que las cenizas se guarden en una urna. Sólo las personas de avanzada de edad prefieren el enterramiento clásico y la mayoría prefiere la incineración. Ello se debe, en buena medida, al deseo de huir de todo lo que supone la muerte: La descomposición del cadáver. La incineración se ve como un modo más aséptico y rápido de desaparecer, sin dejar rastro de deterioro o descomposición. Y no solo eso, es tanto lo que se desea huir de la concepción de la muerte que frente a la custodia de las urnas en columbarios en los cementerios se empiezan a consolidar formas variopintas para dar final a los restos. A modo de ejemplo mencionaré las siguiente: Jardines anexos a los camposantos (públicos o privados) donde se pueden esparcir las cenizas o bien plantarlas bajo las raíces de un árbol. La opción de esparcir las cenizas por cualquier entorno natural (ya sea el mar, un río, un bosque o donde se desee). La posibilidad de convertir las cenizas en una joya artificial, que aparenta ser un diamante, y que se puede incrustar en un anillo. Son algunas de las múltiples opciones que nos da la imaginación.

La conclusión es evidente: El ser humano huye de su destino. Teme al dolor, a la enfermedad y a la muerte. Cuando eso se hace inevitable se intenta esconder, de mil y un modos, para que el final sea lo más elegante y aséptico posible. El ser humano del siglo XXI, especialmente su juventud, parece estar menos capacitado para sufrir el dolor y la pérdida de un ser querido, dado que ya no se le socializa en lo que respecta al fenómeno de la muerte. Se les esconde a los niños y a la temprana juventud y se les priva de aprender que es un fenómeno natural y que nos acompañará durante toda nuestra vida.