Hay palabras que de tan dulces te pueden conducir a la diabetes. “Pueblo” es una de ellas.

Al parecer todos los pueblos son hermosos, combativos, conscientes, decididos.

Por el pueblo medio pueblo se ha sacrificado en aras de la “igualdad, fraternidad y libertad”, como gritarían los franceses, desde Robespierre hasta mi caro Jean-Michel Caroit, todos buenos franceses.

Desde pequeños aprendemos a gritar “¡Salve! el pueblo que, intrépido y fuerte”.

Bien.

Nos liberamos de los negros haitianos pero caímos en las zarpas de los mulatos Pedro Santana, Buenaventura Báez y Ulises Heureaux. Ese es el mismo pueblo que “sus cadenas de esclavo rompió”, aunque luego tuviéramos a merced de tiranuelos que fusilaban mujeres, que conducían al exilio a honestos ciudadanos y que desde 1844 a 1899 sólo nos concedieron mínimos respiros con Ulises F. Espaillat.

¿Qué ha pasado con el concepto de “pueblo” dominicano?

Ahí están los prolijos estudios y frases de Gabriel Moreno del Christo, José Ramón López, Américo Lugo, Pedro Andrés Pérez Cabral, Juan Bosch, Pedro Mir y Juan Isidro Jimenes Grullón. Sería bueno armar una genealogía de este concepto de “pueblo”, ver sus transformaciones desde las representaciones teatrales de Cristóbal de Llerena hasta las obras de teatro de Carlos Castro. ¿Cuáles serían las líneas de esto que nos debería unificar como comunidad, las formas y límites de nuestro imaginario desde “Ideas del valor de la Isla La Española” (1785) hasta las letras de Luis Terror Días? ¿Qué pasa con nuestros pensadores, historiadores, funcionarios culturales, políticos, instituciones universitarias, que no remenean la mata del conocimiento, aferrándose a contenidos cada vez más desproporcionados de cara a esta realidad tan post-insular que vivimos? ¿Seguiremos con esa visión de que el pueblo se quedó en la licuadora de lo blanco, lo negro y esclavo, como rezan las tres estatuas del Museo del Hombre?

Aparte de esa metafísica en el concepto de “pueblo”, que lo sitúa como un bloque trans-histórico, como si el colectivo de la media isla dominicana en 1844 fuese el mismo que en el 2024, apuntamos a una nueva reconsideración de eso que “somos”. Más que una evidencia, el ser nacional no es más que un discurso, una respuesta siempre parcial, imposible de reducirse a un concepto. Pero nuestro filósofos del patio están más preocupados en recitar el último Byung-Chul Han llegado a Centro Cuesta del Libro o volver con el mantra de los griegos o las redes, o, o, o encuentros universitarios donde los filósofos le dedican más tiempo al bufet que a las discusiones.

Pero he ahí que vienen los políticos y sus abusos conceptuales. El lenguaje es el mecanismo esencial de dominación. Para vencer y convencer, la palabra. Para abjurar de fantasmas y demonios, el miedo que se infla en razón de la oportunidad política.

Ante la posibilidad de que seamos barridos por la población haitiana, siguiendo típicos conceptos malthusianos, la respuesta del Gobierno es construir un muro fronterizo.

Ante la eventualidad de que una zona fronteriza se quede sin agua porque del otro lado están construyendo el canal, entonces hay que cerrar toda la frontera porque la patria estará en peligro, aunque después Gobierno y Cancillería den un vuelco de vehículo más repentino que “Rápido y furioso 8”.

Ya una vez Balaguer impuso el toque del himno nacional cada día, justo a las 12, para recordarnos que todavía el pueblo dominicano era “indómito y bravo”, y de paso recordarle a José Francisco Peña Gómez sus raíces haitianas.

También Balaguer llevó al mismísimo Panteón Nacional los restos de Pedro Santana, resaltándose más al militar que el político, como si en la personalidad histórica pudieras hacer semejante cirugía. Pero el Balaguer cirujano y el Balaguer Dj (el que puso la música del himno) ahora se han convertido en la suma ejemplar de lo dominicano siglo XX.

Balaguer hace tiempo que murió pero el himno y Santana están gravitando más que nunca en nuestras vidas.

El “pueblo” dominicano sigue siendo un dechado ornamentos angelicales.

Nuestros políticos seguirán poniéndose su capa y espada para recordarnos lo que nos vienen diciendo desde 1978: el país está en peligro.

Ahora que se va legitimando la generación “Hijos de” en la política, mientras el pensamiento contemporáneo apuesta por nuevos diccionarios, en el país dominicano cuidamos como el último en su especie diccionarios a todas luces desbordados. No siempre la juventud es sinónimo de valentía, arrojo, y menos ahora mismo en el caso dominicano, donde buena parte de los “jóvenes” en el Congreso bloquearon iniciativas como eliminar el barrilito para no hablar de las tres causales.

Y si aparte del concepto “pueblo” y de este de “Generación hijos de” me pongo a pensar en las calidades de palabras fatales como “alianza electoral”, de seguro que por ahí María se va.