Uno de los temas abordados en el panel “Inclusión y justicia social” organizado por el Programa Nacional para la Promoción de la Ética (PROÉTICA) -celebrados el pasado 25 y 26 de abril- fue el tópico de la educación inclusiva, a cargo de la psicóloga educativa e investigadora de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, Betty Reyes.

Algunas veces, se entiende la educación inclusiva como el producto de “una política del favor” en que los agentes beneficiarios de los bienes sociales conceden una dádiva a los agentes excluidos por alguna necesidad especial. Por tanto, muchas veces, la inclusión educativa es vista como un regalo que podemos ofrecer a voluntad, en función de nuestros intereses.

La cuestión incomprendida en esta mirada es que la educación inclusiva constituye un proceso de interrelación entre personas donde la familiarización con otras formas de pensar y sentir el mundo enriquece a todos los agentes involucrados.

Si bien una educación inclusiva no garantiza de manera necesaria que todas las personas que la reciban serán incluyentes, lo cierto es que la ausencia de un proceso educativo inclusivo propicia una atmósfera antidemocrática.

Una educación inclusiva propicia un clima auténticamente democrático, porque fomenta la participación activa de todos los agentes posibles, no solo la de un grupo particular que se cree privilegiado.

El sentido de una educación inclusiva es fomentar los hábitos de empatía y comprensión de la diversidad desde una edad lo suficientemente temprana  para que los mismos puedan ser interiorizados en nuestras relaciones y prácticas y permear todas nuestras instituciones.

En conclusión, nuestra capacidad de integrar la diversidad en todas sus manifestaciones deviene en un problema político: el de si decidimos construir una sociedad organizada sobre la base del bien común y la equidad.