El ser humano, como se sabe, está dotado de razón y sensibilidad, las cuales son fundamentales para la obtención de conocimiento. Contraria a los entes irracionales, la razón analiza, comprende e interpreta, no sin esfuerzo, el porqué de las cosas; mientras la sensibilidad permite unas que otras sensaciones a partir de la influencia de los objetos exteriores y las vivencias internas.

Ahora bien, más que la sensibilidad (que, al menos, no deja de ser útil) la razón, como diría Kant, puede analizar e interpretar, sin poder, aunque lo quisiese, conocerlo todo. Eso significa, claramente, que la razón jamás podría ser posesa de todos los saberes. Sin quererlo, siempre tendría una parte oscura, que la ofuscaría y llenaría de incertidumbre. Eso, más que cualquier otra cosa, es la causa esencial por la cual la razón tiembla, se entumece, quizás brevemente o por tiempo indefinido.

Kant nunca pensó lo contrario, ni dejaría de reconocer la capacidad de la razón no sólo de saber, sino, también, de conjeturar y especular. De ahí que sintiese la curiosidad de perfeccionarse y conocer, estimulado, claro está, por lo desconocido. (o, mejor dicho: por aquello que desborda la pura racionalidad y la sumerge en el abismo de la nada o en el devenir de lo incierto). Eso justificaría, con sobrado motivo, el pesimismo que obnubila la razón y le impide ser consiente de sí.

Muy a pesar de no poder saberlo todo, la razón no se sabe perdida y procura, probablemente movida por la curiosidad, superar los espejismos de la conciencia y captar la esencia de las cosas, lo cual, ciertamente es, por demás, positivo, ya que, gracias a ello, la razón consigue sobreponerse a las veleidades de la ignorancia, despreciada por el sabio Platón en el Mito de la caverna, en cuyo interior se proyectan, a grandes rasgos, las sombras del no saber y la dialéctica ascendente del conocimiento existente más allá de las falsas representaciones de la conciencia.

No obstante, Kant no se distrajo con los balbuceos especulativos ni los cánticos seductores de la razón, ni, mucho menos, con los temblores persistentes que la llevarían a experimentar constantes cambios fugases del ser y no ser, siempre idéntico o diferente de sí mismo. Justamente por eso, Kant, en su obra fundamental ‘Crítica de la razón pura’, haría una interpretación epistémica, sobria y lúcida, de la razón, su contenido, función y límites.

Siempre guiado por la sabiduría milenaria de la sabiduría, Kant miró y remiró la realidad concrecional, al tiempo que desentrañó sus inmanentes y trascendentes sentidos envueltos, por decirlo de algún modo, en la espesa bruma de sus aspectos y propiedades. De ahí que pudiese evadir, no sin argucias teoréticas, los juicios a prioris y a posterioris de naturaleza especulativas y carente de toda experiencia sensible.

Eso justamente le daría la confianza necesaria para que asumiese, sin vanagloriarse, la razón como facultad vital del intelecto, que en vez representaciones baladíes y desfundamentadas, procurase, de alguna manera, la claridad perceptiva e interpretativa, tanto de las cosas inteligibles como ininteligibles. Por ello, diríase, no sin razón, que Kant, como creador del criticismo, se constituyó en su contexto epocal y más allá de él, en el portavoz de la crítica moderna.

Si no hubiese sido así, habría transitado, con el rostro de la desesperanza colgando en la pupila, el sendero de la incerteza desgarrante y el dogmatismo furibundo de la desazón y desesperación sin término. Ese y no otro, sería, en consecuencia, el motivo nodal que le permitiría interpretar y reinterpretar, de diferentes modos, el complejo proceso del conocimiento, su naturaleza epistémica y la forma más expedita de apropiarse de él. Más que nada, eso lo llevaría a vislumbrar, con simple golpe de vista, el rosto desfigurado de la falsedad y las absurdidades que oscurecen la razón y la ahogan en el sin sentido. Con admirable sabiduría, el filósofo de Konigsberg nos legó una visión de totalidad y, si se quiere certera, no solamente de la crítica del juicio, la crítica de la razón práctica (y de otros tantos temas existenciales), sino, más bien, sobre la razón, sus límites y posibilidades. Además de ello, Kant tuvo el gran mérito de unir la razón con la experiencia, las cuales, como se ha de saber, son fundamentales para la existencia del conocimiento. De ahí que dijese en alguna ocasión, que la razón sin la experiencia es vacía. Y la inversa: la experiencia sin la razón, es ciega. Por ese y otros tantos logros, Immanuel Kant, a pesar de su escepticismo radical, justificado en la negación de la “cosa en sí”, es un gran pensador que ha dejado su impronta imborrable no sólo en el campo de la filosofía, sino en los más diversos ámbitos del conocimiento.