Aquella tarde, Rodrigo, un niño que miraba a través de la reja de su balcón, reconoció en un apartamento del edificio vecino la lonchera de Matías. Comían tantas veces juntos en la escuela que podía reconocerla donde fuera. Empezó a gritar desde su balcón “Matías, Matías”. Matías escuchó su nombre, se asomó al balcón y el resto de la tarde estuvieron voceándose con alegría de un lado al otro, planificando lo que harían el día siguiente en la escuela cuando volvieran a encontrarse.

Compartir la mesa con otros es esencial para forjar un mundo más fraterno. Compartir, no una ni dos veces, sino el tiempo suficiente para reconocer nuestra propia vida en la vida del otro. Porque en una mesa lo más importante no son los alimentos, sino las personas que se sientan en ella y se atreven a poner en común sus vidas y a sentir en sus entrañas lo que siente el otro.

Hay una palabra en griego que podría ayudarnos a entender de qué estamos hablando: esplagchnizomai. No es La tristeza que puede surgir frente al problema ajeno mientras se analiza racionalmente cómo ayudar. Se parece más a lo que siente una madre cuando ve que su hijo está sufriendo. Es algo tan fuerte, tan convincente, que no puedes evitar tomar acción. Es un fuego que arde en el centro mismo de tu ser y te motiva a hacer algo.  Y eso únicamente lo da la cercanía, pasar el tiempo suficiente junto a otro no solo para desearle el bien, sino para buscarlo activamente con la esperanza de conseguirlo.

La esperanza, por cierto, tiene la virtud de la latencia. Brota enérgicamente desde pequeños signos ocultos y silenciosos que cambian la historia de miles de personas en todo el mundo. En República Dominicana, por ejemplo, un gesto tan sencillo como partir un bizcocho y entregar regalos lleva más de diez años sembrando en el corazón de niños, niñas y adolescentes vulnerables, la certeza de que la vida puede ser amable, generosa, y merece ser vivida.

Desde que eran novios, Yumari Torres y Carlos Guerra —y con ellos, primero sus padres y hermanos, luego sus amigos, y ahora también sus hijos y muchísimos desconocidos que se fueron sumando en un grupo de WhatsApp—, organizan fiestas para celebrar la vida en hogares de acogida y albergues para menores en nuestro país. Lo hacen para Navidad o en cualquier otra época del año para los cumpleaños, con ese amor de madre o padre que sabe que las vidas de sus hijos e hijas son valiosas y merecen ser celebradas.

Cada voluntario que participa en los preparativos de esas celebraciones tiene una oportunidad maravillosa para mirar su propia vida y agradecerla. Al compartir la mesa, los bailes y los regalos, aprende nuevos modos de relacionarse. Los festejados sienten, quizás por primera vez, que sus vidas son valoradas. Y eso es defender la vida, porque no se trata solo de hacerla posible, sino también digna de ser vivida.

Defender la vida es cuidarla asegurando que todos tengan acceso a una buena nutrición, salud, educación, cultura, deportes, tiempo libre y recreación, tal y como quedó establecido en el Código para el Sistema de Protección y los Derechos Fundamentales de Niños, Niñas y Adolescentes. Y ¿por qué no?, defender la vida es también regalarles razones para sentir la alegría de vivir.

Lo cierto es que para muchos los derechos son inalcanzables y solo algunos tienen la inmensa suerte de ejercerlos gracias a las acciones desinteresadas de gente apasionada y solidaria, capaz de dedicar tiempo, talentos, recursos y esfuerzos, a organizaciones seriamente comprometidas con mejorar la calidad de vida de los más jóvenes, no porque “son el futuro”, sino —como sugiere la campaña de Fundación La Merced—, porque de ellos “es el presente”.

En ese presente que es de ellos, los adultos podemos construir un país más justo en el que todos los niños, niñas y adolescentes puedan imaginar un futuro bueno que se haga realidad. El mañana que nuestro país necesita, tenemos que construirlo hoy.