A una hora y media al norte de San Francisco está el faro de Point Reyes. Llegué ahí instigado por mi anfitriona, que me animó a esa gira con una razón infalible: “Quiero que veas una parte del océano en donde el agua parece descansar”. La imagen estaba lejos de ser solo un fino acierto poético. Visto desde los desfiladeros de Point Reyes, el Océano Pacífico exhibe un esplendor que asombra al corazón más árido.

 

Ungaretti describe ese tipo de emoción como un iluminarse de inmensidad. Poco más de un siglo antes, Kant había pormenorizado con la idea de lo “sublime” la contingencia de estar ante algo que te sobrepasa. El Goethe temprano llegó a entenderla como un “estremecimiento”; mientras que Borges basó buena parte de su literatura en el hallazgo de una visión que sacude al sujeto y de la cual es imposible dar cuenta por medio del lenguaje.

 

En todas estas apreciaciones se conjugan la belleza de lo visto con el pavor de saberlo innombrable. Los místicos de ayer y hoy han descrito esta experiencia como la manifestación más alta de la espiritualidad. Los poetas han cantado, y cantan, a una palabra que jamás alcanza la diafanidad de la intuición.

Con todo, la tarea de dibujar esa “agua tan pura, tan limpia que da trabajo mirarla” de la que hablan los versos de Manuel del Cabral no tiene por qué ser abrumadora. Con el hondo saber de los pueblos ancestrales, Ramón Piaguaje, pintor secoya del Amazonas ecuatoriano, describe la fórmula para hacer frente a la enormidad de ese paisaje inaudito que cada día se le muestra con nuevas formas: “calculo el pedazo de selva que cabe en un lienzo y empiezo por el cielo”.

Mi afán no alcanza a tanto; pero qué cautivante es pensar que el principio pueda ser siempre la prometida región de plenitud de un lienzo, una cuartilla o la mirada fija en la lejanía.