En estas fechas donde se celebran las festividades de la independencia de la nación me encuentro en medio de la organización de un evento que nos remite al tan discutido problema de la identidad nacional. A propósito de este tema, he leído un artículo de Ana Félix La Fontaine titulado “La Identidad Cultural Dominicana: más allá de los discursos esencialistas” (2017).
En el referido escrito, La Fontaine cuestiona una tradición intelectual dominicana que concibe la identidad nacional como un conjunto de características físicas, psicológicas y culturales inmutables que deben ser protegidas de cualquier elemento extraño que altere esas propiedades. Esta perspectiva rechaza la diversidad que caracteriza la constitución y evolución de la especie rechazando el contacto con lo distinto como: contaminación, amenaza, involución y barbarie.
La perspectiva esencialista de la identidad mitologiza el pasado que interpreta en términos de una batalla heroica contra el “fantasma”, del Otro extranjero que amenaza con difuminarlo. En este sentido, la identidad se configura a partir del rechazo del Otro y no por el sentido de una comunidad que colabora en un proyecto de ciudadanía común.
La Fontaine subraya que la escuela dominicana ha reproducido esta narrativa mitológica. No solo la educación formal ha desempeñado ese rol, el conjunto de todos los dispositivos institucionales relacionados con la generación y la circulación de creencias ha replicado este relato que desconoce, margina y descalifica cualquier discurso o práctica cultural que no pueda integrarse a la homogenización del “ser dominicano”.
En este sentido, uno de los grandes retos educativos en torno a la cuestión de la dominicanidad es formar para la construcción inacabada de nuestras identidades, una imagen que trascienda la metafísica nacionalista transitando hacia una imagen “debilitada del ser dominicano” que reconoce su irreductibilidad y lo comprende como: variante, dialogante e inacabado.
Esta reorientación de perspectiva puede ayudarnos en la construcción de una auténtica comunidad donde sus participantes se constituyan en sujetos de derechos y deberes capaces de sostener un proyecto común que, al fin y al cabo, es lo que convierte a una colectividad en algo más que un agregado de individuos que solo se sienten compatriotas aupando a sus estrellas deportivas, celebrando las conmemoraciones oficiales u odiando al extranjero.