Los seres humanos somos en primera instancia una estructura fisicoquímica, que apoya nuestra naturaleza biológica y que llegamos a la existencia en el seno de un sistema cultural trasmitido por quienes nos cuidaron y protegieron durante los primeros años de vida. Somos donación biológica de un hombre y una mujer, y nuestra forja como individuo comienza con la madre que nos habla -o quien juega ese rol- aunque no entendamos lo que dice. Alimentación, cuidado frente a las enfermedades, lengua y cultura, nos la brinda en esa primera etapa otros seres humanos. Lo bien o mal que lo hagan tendrá un impacto profundo en el resto de nuestra existencia. Heredamos genes y una crianza.
Nacemos en un nicho cultural que será nuestra primera identidad en cuanto individuo y por eso evocamos -cuando ha sido una experiencia de ternura- la voz, las palabras, los gestos, que tuvieron con nosotros al menos durante la primera década. A eso se le suma la comunidad familiar y de amistades en que se hallan insertos quienes velan por nosotros, la escuela y las vivencias religiosas (si las hay), el grado de seguridad en donde vive el niño o la niña, sea frente a los extremos climáticos o la violencia sociopolítica, hambrunas, violaciones, etc.
No es semejante el fundamento de sanidad mental y física que se le brinda a un menor de edad en un entorno de clase media de una país de renta media o más alta, por supuesto con una familia equilibrada emocionalmente, que el niño criándose actualmente en la Franja de Gaza, Ucrania o Puerto Príncipe (Haití). La impronta de un niño o niña frente a huracanes en nuestro país no es igual si vive en Naco, que si lo padece en la Ciénaga. Que esa primera identidad comunique seguridad o grandes temores, que se viva con una figura paterna violenta o irresponsable no es semejante si ocurre a lado de un padre amoroso y buen guía.
Aunque ese primer nivel de identidad marca hondo a la persona, no es un determinante absoluto, dependerá mucho del segundo nivel de identidad y la conciencia que desarrolle la persona.
El segundo nivel parte de la adolescencia y se proyecta para el resto de la vida. Es cuando comenzamos en el complejo proceso de afirmarnos como individualidad y distanciarnos de quienes hasta ese momento servían como un nicho protector. Preguntas sobre lo que realmente me gusta, lo que quiero hacer con mi vida, quienes son mis verdaderos amigos o amigas, reclamos de mayor libertad de movimiento, son típicos de la segunda década de nuestra existencia, lo que denominamos adolescencia. “La Organización Mundial de la Salud define a la adolescencia como el período de crecimiento que se produce después de la niñez y antes de la edad adulta, entre los 10 y 19 años”. Esa es la etapa donde se articula la segunda identidad, la personal.
No es extraño que durante esa etapa en que deseamos definir nuestra identidad tendamos a irnos al extremo opuesto de los valores y criterios de quienes nos crían, aunque sea por un tiempo. Más grave es cuando la adolescencia se vive como continuación de la niñez y no somos capaces de autoafirmarnos y “pensar con cabeza propia”. Figuras paternas o maternas autoritarias y manipuladoras “castran” el proceso de construcción de la identidad personal de muchos jóvenes lo cual proyecta serios problemas en el resto de su vida adulta. Semejante al caso de la niñez, una adolescencia vivida en medio de la miseria o la violencia marca negativamente la identidad del futuro adulto.
Salimos de la adolescencia hacia la adultez con afirmaciones y negaciones existenciales que pretendemos sean eternas. El mundo o la gente es fundamentalmente buena y puedo confiar en ellos la mayor parte de las veces o el mundo y la gente son esencialmente malos y nunca debo confiar en ellos. Mi cultura (lengua, religión, costumbres, etc.) es una entre muchas y sin perder mi identidad disfruto interactuar con gente de otras culturas, aprender otras lenguas y en la medida de lo posible viajar para conocer otras sociedades, o lo opuesto, que es considerar mi cultura (mi etnia, mi religión, mi lengua, mi ideología política) como la única verdadera y de diversos modos militar en contra de las otras culturas, de los otros que no son como yo. Los fanatismos políticos, religiosos, chovinistas, los rigorismos morales, se “fabrican” a menudo en adolescencias con patologías socioafectivas, déficits de seguridad personal y la búsqueda compulsiva de un marco existencial absoluto.
Por supuesto en la etapa adulta se pueden superar esos modos enfermizos de existir y asumir una existencia más empática con los otros y abierta a la diversidad de culturas en sus múltiples facetas, o fruto de experiencias traumáticas, o la edad, desarrollar discursos y actitudes racistas, xenófobas, autoritarias o misóginas. De ambos procesos conozco muchos casos.
Si la identidad primera podemos contextualizarla como una manera de llegar a la existencia -hay miles más- y la identidad segunda construirla sobre fundamentos de seguridad, tolerancia y una actitud dialogante, de la interacción de las dos, se abren ventanas diversas a la vida adulta. Nos convoca a vivir a la manera como citan a menudo a Unamuno (que aunque no sea cita de él conserva todo su valor): “El fascismo se cura leyendo y el racismo se cura viajando”. Desarrollar una vida adulta empática con todas las formas humanas de existir y solidaria con todos los que sufren o son marginados, en la medida de nuestras posibilidades y talentos, es la base de una identidad personal y social plena.