Aunque nadie le discuta a usted lo conveniente que es gozar de una buena salud social y ser invitado a todo tipo de pachangas, peñas y encuentros, debe saber que nunca le faltarán ocasiones en que necesite estar a solas, como tal vez pudo comprobarlo durante los meses de confinamiento.
Teóricamente, nada debería ser mejor que la soledad para echar mano del que merece ser considerado como el recurso no renovable más útil y peor valorado en esta época de estrepitosas alharacas. Me refiero al silencio, como seguramente lo habrá adivinado el sagaz detective que duerme en su cabeza, sobre todo si leyó el título de este artículo.
De hecho, cualquiera creería que soledad y silencio van siempre juntos, como la uña y la mugre, como el rayo y el trueno o como la puerta y su bisagra, pero no: así como existen soledades multitudinarias hay también silencios estruendosos.
Gracias a la Internet, hoy se acepta que en el mundo hay de todo, y es por eso que hablar de especies en extinción, de calentamiento global, de escasez de recursos no renovables o de valores que se pierden despierta inevitablemente la suspicacia de los escépticos, o sea, ese tipo de personas que, por lo general, confunde el estado de negación con un tipo de inteligencia.
No obstante, en vista precisamente de que, en la actualidad, el silencio tiende más bien a escasear, no estaría de más que cada persona sacara un poco de tiempo para reflexionar tanto sobre la importancia que tiene el silencio en su vida como sobre las distintas maneras en que podría sacar algún provecho de su propio silencio o del ajeno.
Por ejemplo, ¿se ha preguntado usted alguna vez qué cambios tendría que hacer en su vida para poder pasarse un día completo sin pronunciar una palabra? Claro que no. No es común que la gente piense en ese tipo de cosas. De hecho, Luis Villoro nos recordaba, en un ensayo titulado “La significación del silencio”, que para los griegos, los seres humanos éramos “animales dotados de palabra” (zõon lógon éjon).
Como no soy tan griego como parezco, en cambio, me siento cada vez más tentado a concebir esa especie a la que a veces creo pertenecer como la de unos animales que podrían hacer silencio. Es posible que esta sea una simple cuestión de puntos de vista, aunque, personalmente, no creo hallarme muy solo pensando de esta manera, ya que, como el mismo Villoro lo puntualiza, citando a Heidegger: “Posibilidad originaria del habla es tanto el decir como el callar”.
¿Qué sucede, no obstante, cuando el silencio no es una “posibilidad”, sino precisamente, el resultado de una imposibilidad? No me refiero (todavía) a las prohibiciones que resultan de una determinada intervención del poder en la vida de los sujetos, sino a eso a lo que nos enfrentamos al asomarnos a los límites del lenguaje.
Haga la prueba: intente describir el olor del ilán-ilán, el sabor del tamarindo, un dolor de muelas, el calor que le produce caminar un mediodía bajo el sol caribeño o cualquier otra sensación física, y comprenderá de golpe que una de las primeras utilidades del silencio es la de hacer posible el nacimiento de la poesía.
Era ese, en efecto, el sentido de aquel “hacer poiético” (del griego poíesis: crear, producir) al que Platón definía en El banquete como “la causa que convierte cualquier cosa que consideremos de no-ser a ser”. Así, la poesía puede definirse como eso que surge como respuesta cuando los seres dotados de palabra que somos los humanos nos enfrentamos a los límites del lenguaje, es decir, al silencio.
El mismo Heidegger postulaba la anterioridad de la significación respecto a la palabra: “A las significaciones les brotan palabras, lejos de que a esas cosas que se llaman palabras se las provea de significaciones”, decía el bueno de don Martin.
Ahondando en esta paradoja de estirpe heideggeriana, George Steiner propuso considerar el hecho de que existen “modalidades de la realidad intelectual y sensual que no se fundamentan en el lenguaje, sino en otras fuerzas comunicativas, como la imagen o la nota musical”.
Esta constatación lo condujo a tomar en cuenta la tradición metafísica oriental, ya que, según él: “El más alto, el más puro alcance del acto contemplativo es aquel que ha conseguido dejar detrás de sí al lenguaje. Lo inefable está más allá de las fronteras de la palabra. Sólo al derribar las murallas de la palabra, la observación visionaria puede entrar en el mundo del entendimiento total e inmediato”.
Aunque no lo mencione, Steiner se refiere aquí al camino del shuniata, concepto sumamente complejo que, en el pensamiento budista, adquiere distintos valores, como el de la Nada, el vacío o el “vaciamiento” del contenido de la mente a través de la meditación o incluso el estado de quienes han logrado ese vaciamiento.
Tocamos aquí otro aspecto del silencio de importancia fundamental para la vida de esas personas comunes y corrientes que somos todos. Me refiero a eso que en el lenguaje coloquial se designa con el nombre de recogimiento, y que, para sacarle mayor provecho, propongo concebir como sinónimo de interiorización, que es ese estado en el que nos hallamos cuando entramos en situación de aprendizaje, de meditación, de contemplación, es decir, en cualquiera de esos estados a los que difícilmente podríamos acceder sin la ayuda del silencio.
Si ha sido capaz de leer hasta aquí, es muy probable que pueda comprender por qué quienes hablan de mejorar nuestro sistema educativo no han dicho nada si no han propuesto alguna vía para hacer que el silencio vuelva a imperar en el entorno de nuestros liceos y escuelas. Una buena idea sería integrar a las juntas de vecinos de cada escuela en el trabajo de controlar, minimizándolas o eliminándolas, cuantas fuentes de ruido innecesario sea posible evitar (pues algunos ruidos, como el de los generadores eléctricos, han pasado a formar parte de nuestro perturbado ecosistema de país en perpetuo estado de abandono).
Y en efecto, de todas las utilidades que se le podrían sacar al silencio, la de propiciar mejores condiciones para el funcionamiento de nuestro sistema escolar sería, sin lugar a dudas, la que más beneficios aportaría a nuestra sociedad.