La naciente República Dominicana emprendió su autonomía y proyecto de nación sin una brújula conceptual que marcara el sueño patriótico de liberación nacional que había encendido el proceso de independencia.   Algunos han querido mostrar el ideario del patricio Juan Pablo Duarte como la estrella matinal que conduciría la nueva barca llamada República Dominicana. Sin quitarle fuerza a la positividad y el heroísmo de la Independencia nacional, no es menos cierto que no hubo en los inicios de República una clara visión de lo que sería la educación dominicana de cara al gran proyecto de nación.

 

Muchas veces se sugiere que ese ideal de nación encontró argumentaciones teóricas en la filosofía escolástica o en las ideas revolucionarias de la fulgurante República de Francia.  En realidad, la gran influencia sobre la educación le venía de las brisas frescas del romanticismo, del realismo de la literatura española del siglo XIX y la nostalgia de su Siglo de Oro.

 

Si bien las ideas ilustradas alumbraron los emprendimientos de independencia, ello no caló la base conceptual de la propuesta educativa, quedándose en una especie de ideal remoto o simple apreciación estética de las ideas de lo francés, que a regañadientes convivía con el desdén de la herencia hispánica,  erróneamente asociada a la independencia.

 

Es Eugenio María de Hostos quien sacará la educación dominicana de su indefinición teórica y de sus anticuadas metodologías.   El gran maestro del Caribe sorteará sus argumentaciones y propuestas educativas con el ambiente político crispado entre conservadores y liberales, en la que muchos ven una suerte de “tensión godo-francesa”.

 

Si bien la educación católica, con su matiz pastoral, en el debate público se le quiso identificar como una cuestión confesional en términos ideológicos, con el avance de las ciencias naturales y las nuevas epistemes de la filosofía moderna, se vio a sí misma gravitando con otros actores sociales que hicieron de lo educativo el motor del progreso y el orden social.  El positivismo temprano sirvió para desmarcarse de todo aquello que no encontrara aval en el fait social de su proceder metodológico.

 

Hostos, cual apóstol de las ideas de Augusto Comte, consigue darnos un proyecto educativo que fortaleció nuestra visión de nación, el para qué de un Estado, y al mismo tiempo dotarnos de una carta de ciudadanía que sustentara la apuesta política del régimen republicano.  La educación tiene que ser entonces un sistema que asegure mínimamente las condiciones ético-morales que hagan de los individuos, ciudadanos.

 

Esa es la base de su propuesta de una educación laica, en el sentido de que apueste a los sustentos científico-filosóficos que avalen la escuela como instrumento de formación ciudadana y el motor que impulse el ideal nacional concebido inicialmente como proyecto liberacionista.

 

Con el tiempo, la educación católica fue la gran capitalizadora de las ideas de Hostos, sobre todo en las provincias y municipios del país.

 

Hoy por hoy se sigue extrañando el legado de las llamadas “escuelas normales” y el aporte curricular de la “moral y cívica”, de la que, sin duda, entre luces y sombras, la Iglesia Católica ha sido su gran realizadora.