Entre las obligaciones de Leonardo en la corte de Ludovico Sforza estaba la organización eventos. En 1489 el duque de Milán le encargó celebrar la boda de su sobrino Gian Galeazzo con Isabel de Aragón. Leonardo convirtió el espacio del salón en una selva exótica. Disfrazó a algunos servidores de bestias salvajes y otros de aves que sobrevolaban cogidos por hilos invisibles las cabezas de los comensales.
Dos años más tarde, en 1491, Ludovico le encomendó la organización de su propia boda con Beatrice d’Este. Era sin duda alguna la boda del año y por ello Leonardo quiso dar lo mejor de sí mismo. Elaboró un menú minimalista, nada de platos vulgares ni porciones excesivas. Pero las propuestas tipo “dos mitades de pepinillo sobre una hoja de lechuga” no le parecieron muy atractivas a Ludovico y el artístico menú fue sustituido por otro que incluía “doscientas terneras, capones y gansos, seiscientas salchichas de sesos de cerdo de Bolonia, sesenta pavos reales, cisnes y garzas reales y mil doscientos pasteles redondos de Ferrara” entre otras cosas.
El genio florentino quería pasar a la historia, y como su novedoso menú fue boicoteado, buscó otras vías para lograrlo. La nueva propuesta debía ser novedosa, atrevida, única. Para los participantes tenía que ser una experiencia inolvidable, un antes y un después de la boda. Lo concibió así y efectivamente así resultó: inolvidable.
En vez de una convencional tarta nupcial decidió trasladar la celebración dentro de un gigantesco pastel de sesenta metros de longitud. Los trescientos invitados se sentarían dentro de la tarta sobre las mesas y sillas recubiertas de bizcocho, comiéndosela de postre al final de la fiesta. Para llevar a cabo esta insólita tarea Leonardo contrató los mejores pasteleros, cocineros y arquitectos. El pastel fue elaborado con masa bizcocho, previamente puesta en moldes, bloques de polenta reforzados con nueces y pasas y recubiertos de mazapanes. Los colores, la disposición de las golosinas y los aromas que se percibían componían una obra de arte en sí misma.
Tras largas horas de trabajo, todo quedó listo para el gran acontecimiento. El maestro se retiró para disfrutar de muy merecido descanso. A la mañana siguiente y faltando apenas media hora para la boda Leonardo se llevó una terrible sorpresa al ver que ratas, moscas, gusanos, perros, gatos, aves y el resto de la fauna de Milán, que no figuraba en la lista de invitados, habían disfrutado del festín durante toda la noche.
Aquello era un inmenso fracaso, una vergüenza para el artista y un golpe duro para su carrera. El pánico se apoderó de Leonardo, no sabía cómo afrontar la situación, no tenía un plan B y salió corriendo del palacio. Su fama resultó muy afectada y a partir de aquel día todos los milaneses, al cruzarse con él le señalaban con el dedo y murmurando que el “genio de Florencia” era incapaz de dar de comer a trescientas personas.
Era de esperarse que Ludovico lo hubiera expulsado de la corte, pero en lugar de ello le encargó realizar un mural en el refectorio del convento de Santa María de la Gracia.
El trabajo le tomó dos años y el resultado fue una de las obras más importante de la historia del arte, La Última Cena. Así, del fracaso de la tarta más grande del mundo nació un gran éxito y Leonardo da Vinci, según sus propias palabras, de ser la persona incapaz de dar de comer a un grupo de cortesanos pasó a ser el artista que había dado de comer al propio Hijo de Dios.
Tal vez gracias a estas desilusiones gastronómicas tenemos hoy a Leonardo, artista genial. Quien sabe… Solo quedan historias tras la historia.