Andrew Wyeth llevaba un estilo de vida solitario y reservado. En la puerta de su estudio colgaba un cartel que decía: “Estoy trabajando: por favor, no molestar. No firmo autógrafos”. En una de las pocas entrevistas concedidas confesó: “Nunca dejo que nadie me vea pintando. No quiero ser consciente de mí mismo. Creo que sería como si alguien me observara teniendo relaciones sexuales, así de personal es pintar para mí”.

A. Wyeth, 1964   

Salvo sus estadías en la costa atlántica, donde tenía una casa de verano, nunca se movió de Chadds Ford, un pequeño pueblo en Pensilvania, desde que nació en 1917 hasta su muerte en 2009. Así que toda su vida pintó únicamente estos dos lugares. En términos geográficos, su mundo fue muy reducido. “Una persona regresa de un viaje no igual que antes”, dijo. "No voy a ningún lado porque tengo miedo de perder algo importante, tal vez por ingenuidad".

Pero no sólo eso, igual de pequeño era el círculo de las personas que retrataba y con las que mantuvo relaciones largas y estrechas.

En toda la historia del arte no creo que haya habido otro artista tan celoso con su privacidad, con un anhelo tan grande de estar alejado de fama y miradas curiosas.

Pero en 1986, todo cambió. Wyeth acaparó las portadas de las revistas y los periódicos por varias semanas. El pintor acababa de vender por seis millones de dólares doscientos cuarenta obras totalmente desconocidas a un coleccionista privado. Todas ellas tenían una única protagonista, identificada sólo por su nombre: Helga. Había posado para Wyeth durante catorce años, y ni siquiera la esposa del pintor sabía de estos encuentros. Se enteró un poco antes de conocerse la noticia, cuando Wyeth temiendo por las complicaciones de su salud le confesó el secreto.

Wyeth, Trenzas, 1979

Los periodistas se esforzaron mucho en buscar a Helga. Los numerosos desnudos pintados a escondidas fueron interpretados como un romance entre el pintor y su modelo. La esposa del pintor, Betsy, avivó el fuego cuando respondió sobre la motivación de estos cuadros: “Amor. ¿Por qué pintar algo que no conoces, que no amas?”.  Ni el propio Wyeth, ni los vecinos, quisieron dar ninguna información.

Pero cuando finalmente la encontraron, Helga se negó a dar entrevistas: “¡Soy prusiana, no hablo de secretos!”, dijo y se escudó tras su marido enojado que, por cierto, tampoco sabía de nada de esta historia, y un par de dóberman rabiosos.

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Wyeth, Paje, 1979

El artista conoció a Helga Testorf cuando trabajaba en casa de su vecino Karl Koerner, a quien también pintó en varias ocasiones. En ese momento, tenía treinta y un años, estaba casada y tenía cuatro hijos. Lo atrajo “con todas sus cualidades alemanas, su andar decidido, su abrigo medio ajustado y su cabello rubio. Apareció en la cima de la colina una pequeña figura con un abrigo verde pasado de moda y una capa. En esta mujer delgada, cuya mano colgaba en el aire, me vi a mí mismo, mi alma inquieta”.

La invitó a posar para él en 1971, y durante los siguientes catorce años creó cuarenta y cinco cuadros y doscientos dibujos guardados en el ático de un antiguo molino cerca de su estudio. Retrató a Helga vestida y desnuda, dormida y despierta, en interiores y exteriores, en distintas épocas del año y horas del día.

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A. Wyeth, Desnudo, 1973

El propio Wyeth dijo: “La diferencia entre muchos artistas y yo es que tengo que contactar personalmente a mis modelos, tengo que enamorarme. Estar asombrado. Sucedió cuando vi a Helga."

El historiador de arte norteamericano John Wilmerding justificó el deseo Wyeth de ocultar las obras protagonizadas por Helga con estas palabras: “El hecho es que casi conscientemente organizó su vida de modo que en ella se creara constantemente tensión emocional: deleite, miedo, presentimientos y todo: una fuerza contagiosa e incontenible. Si le hubiera revelado su secreto a Betsy, habría matado su excitación interior. Y entonces todo habría terminado”.

  1. Wyeth, Amantes, 1981

El último cuadro para el cual posó Helga fue “Refugio”. A partir de 1985 el artista volvió a pintar paisajes y se interesó por otros modelos.  Para Helga la pérdida de su atención significó la pérdida del sentido de su vida y cayó en una profunda depresión.

Betsy Wyeth decidió visitarla un día después de que la relación llegara a su fin. Encontró a la musa de su marido apenas reconocible en una habitación llena de empaques vacíos de chips de papas y galletas. “Había una tristeza tan profunda en su rostro que inmediatamente me sentí avergonzada”, recordó. “Le expliqué que Andrew estaba enfermo y que por eso no vino. Ella guardó silencio. Cuando me iba, vi una pintura nueva en la esquina. Le dije: "Trabajo maravilloso… No le digas a Andy que lo vi". Helga entreabrió los labios: "No lo diré". Esas fueron las únicas palabras que pronunció".

Wyeth contrató a una enfermera para que cuidara a Helga y luego pagó el tratamiento en una institución psiquiátrica. Después de mejorar, Helga siguió a su lado siendo su enfermera, masajista y asistente. En 2007, cuando el artista iba a cumplir noventa años, le preguntaron si la iba a invitar a las celebraciones, él respondió: “Sí, por supuesto. Ahora ella es parte de la familia. Sé que sorprenderá a todos los que me rodean y me gusta".

A. Wyeth, Amantes, 1981

Murió dos años más tarde y en su testamento le dejó a Helga una granja en Maine donde cultivó arándanos para hacer mermelada.

En 2013 Helga accedió a dar su primera entrevista. Hija de inmigrantes alemanes, soñaba con ser estrella de cine, pero la vida le deparó el papel de ama de casa. Por eso, cuando se convirtió en modelo de Wyeth, se sintió privilegiada y se involucró completamente. “Volví a la vida”, dijo.

Al parecer, Wyeth se sentía presionado, en muchas ocasiones hasta por su propia esposa, a seguir un ritmo que mantuviese candente su nombre. “Se esperaba de él que hiciera cuadros como quien hace bizcochitos y ningún artista quiere estar controlado por la producción; como si las obras fuesen postales: una tras otra”. Se sentía atado y juzgado, necesitado de un espacio propio donde poder seguir aprendiendo y avanzando; uno que no dependiera del juicio de los críticos, ni del de su esposa. Y ese refugio fue Helga.

La siesta, 1980

El pintor le prometió que nadie sabría de las obras hasta después de su muerte, “pero supongo que la madre naturaleza tenía otros planes”, explicó. Ante la pregunta ineludible sobre su supuesta aventura, su respuesta fue clara: “El sexo no tenía nada que ver con ello. Nosotros no nos relacionábamos de esa manera. Hablábamos del amanecer o de lo bonita que había estado la luna la otra noche.  El desnudo es lo más sagrado, estás sin defensas”.

A. Wyeth y H. Testorf, 1991