Ciertamente hay amores y desencuentros entre historia y literatura, dos manifestaciones que son descendientes de nuestra necesidad de contar y escuchar cuentos, o como lo pone tan elocuentemente la escritora norteamericana Úrsula Leguin: “Ha habido grandes sociedades que no han usado la rueda, pero no ha habido sociedades sin relatos”. A esto se refiere también Salman Rushdie cuando dice que, después del alimento, lo primero que los padres les dan a los hijos son interpretaciones de la realidad, historias.
En literatura y en historia el deseo de los autores es el mismo: compartir sentimientos e ideas que se han trabajado y pulido. Las motivaciones pueden ser muchas: vanidad, deseo de influir en la realidad o responder a un encargo, pero siempre se parte de algo que es relevante para quien escribe.
Es el énfasis y el talento de unos y otros lo que nos inclina a categorizar algunas obras como piezas literarias o como relatos históricos. Para conferirle enganche y fuerza a un discurso, ciertos autores se toman libertades. Es el caso de Julia Álvarez cuando escribió “En el tiempo de las mariposas” (1994), un gran éxito de la crítica y del público en EEUU, pero originalmente repudiado en RD donde el público reconocía “errores históricos” flagrantes que obviamente están colocados para dotar de fuerza al discurso en lugar de hacer una representación fidedigna de los eventos. Álvarez reagrupa personajes en uno solo, les confiere experiencias vitales inusuales a los protagonistas y, en general, se preocupa más de construir un relato interesante que de ser fiel a los acontecimientos.
Del mismo modo, el ejercicio literario que hiciera Gabriel García Márquez en “El general en su laberinto” (1989), a partir de una idea de su amigo Álvaro Mutis, a quien le dedica el libro, trajo dolor a muchos venezolanos y colombianos porque, a pesar de que hay mucha rigurosidad y verisimilitud en esa obra, al centrarse en los últimos y tristes días de la vida de Simón Bolívar, les ofrece una perspectiva diferente a grandes segmentos de la población que, hasta entonces y durante casi doscientos años habían visto a este hombre exclusivamente como un héroe.
Por otro lado, el deseo de ser fiel a la historia no les ha impedido a ciertos autores el hacer un maravilloso uso del lenguaje. En República Dominicana pienso en un autor como Frank Moya Pons, cuyos libros sobre historia del Caribe, del oro y hasta sobre la formación de un banco son muy agradables de leer. Se trata de libros con información erudita, notas al pie, fotografías y hasta gráficos, y de todos modos se leen con el deleite y el suspenso de una novela de aventuras. En Francia tenemos el ejemplo de Hélène Carrère d’Encause quien empezó dando clases de historia en los años sesenta, luego escribiéndola en los setenta y haciéndolo con tal encanto y precisión que en 1990 fue invitada a ocupar un sillón en la prestigiosa Academia Francesa donde la precedió Marguerite Yourcenar, que también combinaba amor por la historia y por la literatura.
Y es que el cuido del lenguaje, de la forma, de la intriga nos ayuda a todos a ampliar horizontes, a acercarnos como humanidad. Algunos autores han utilizado sus relatos para hacer conscientes a más personas sobre temas que son de interés para ellos. Es el caso entre tantos otros de “Victus: Barcelona 1714” una novela de 2012 redactada en castellano por el catalán Alberto Sánchez Piñol y que ofrece muchas luces de que fue creada para explicar los sentimientos que subyacen detrás de las pasiones separatistas ¡Sin dedicar una sola línea al encandilado contexto del siglo XXI donde fue escrita! Lo mismo sucede con “Over” (1939) de Ramón Marrero Aristy, ciertamente autobiográfica, pero sobre todo de denuncia de las condiciones de los trabajadores de la caña y, como se sabe, una de las posibles grandes influencias en la organización de la gran huelga de los trabajadores de este sector en el año 1946 en las ciudades de la Romana y San Pedro de Macorís.
Hay más encuentros que desencuentros entre la historia y la literatura.