LIUBLIANA – Todo el mundo sabe ya que Volodímir Zelenski personificó al presidente ucraniano en la serie televisiva Servidor del pueblo antes de serlo en la vida real, y que esa ironía llevó a que muchos no lo tomaran en serio —como si haber sido miembro de la KGB antes de la presidencia fuera algo mejor—, pero la trama básica de la serie es menos conocida.
Zelenski hizo de Vasili Petrovich Goloborodko un maestro cuyos alumnos lo graban quejándose de la corrupción, comparten el vídeo en línea (que se hace viral) y luego lo inscriben como candidato para las siguientes elecciones presidenciales. Goloborodko, aprovechando involuntariamente la frustración generalizada de los ucranianos por la corrupción, transita una difícil curva de aprendizaje mientras está en el cargo y, finalmente, comienza a enfrentar a la oligarquía del país desde su nuevo puesto de poder.
La forma en que la serie describe a Ucrania es apta. Fue, de todos los países poscomunistas de Europa Oriental, el más golpeado por la «terapia de shock» económica (amplias reformas de mercado y privatización) en la década de 1990. A partir de su independencia y durante tres décadas, el ingreso de los ucranianos se mantuvo por debajo de los niveles que tuvo en 1990. La corrupción fue desenfrenada y los tribunales resultaron una farsa.
Como escribe Luca Celada, de il manifesto, «la “conversión” al capitalismo siguió el patrón habitual: una clase de oligarcas y una élite restringida se enriquecieron desproporcionadamente saqueando al sector público con la complicidad de la clase política». Además, la asistencia financiera de Occidente siempre estuvo «fuertemente vinculada a las reformas que Ucrania debía implementar, todas bajo la bandera de la restricción fiscal y la austeridad», lo que dejó a gran parte de la población en una situación de miseria aún peor. Ese es el legado de la relación de Occidente con Ucrania después de su independencia.
Sería trágico que Ucrania derrotara al neoimperialismo ruso para luego someterse al yugo del neoliberalismo occidental. Para garantizar su libertad e independencia genuinas, Ucrania debe reinventarse.
Mientras tanto, mis fuentes en Rusia me dicen que el presidente Vladímir Putin reunió a un grupo de marxistas para que lo asesoren sobre la forma de presentar la posición rusa a los países en vías de desarrollo. Podemos encontrar rastros de esa influencia en su discurso del 16 de agosto:
«Los cambios actuales en la situación mundial son dinámicos y empezamos a ver el esquema de un orden mundial multipolar. Cada vez más pueblos y países eligen el camino del desarrollo libre y soberano basado en sus identidades, tradiciones y valores únicos. Las élites del globalismo occidental se oponen a estos procesos objetivos, provocan el caos, avivan los conflictos antiguos y nuevos, y procuran implementar lo que llaman “política de contención”, que en realidad implica la subversión de las opciones alternativas y soberanas para el desarrollo».
Pero, por supuesto, dos detalles estropean esta crítica «marxista». En primer lugar, la soberanía «basada en sus identidades, tradiciones y valores únicos» implica que se debieran tolerar las decisiones estatales de Corea del Norte o Afganistán. Sin embargo, eso se aleja completamente de la verdadera solidaridad de izquierda, que se centra de lleno en los antagonismos internos a cada «identidad única» para crear puentes entre los grupos oprimidos y en dificultades en los distintos países. En segundo lugar, Putin se opone a la «subversión de las opciones alternativas y soberanas para el desarrollo», aun cuando es exactamente eso lo que está haciendo en Ucrania cuando busca aplastar la autodeterminación de ese pueblo.
Putin no es el único impulsor de esta línea pseudomarxista. En Francia, la líder de extrema derecha Marine Le Pen se presenta ahora como protectora de los trabajadores comunes frente a las corporaciones multinacionales, que supuestamente socavan las identidades nacionales promoviendo el multiculturalismo y la depravación sexual. En Estados Unidos la derecha alternativa sucede a la antigua izquierda radical con su llamado a derrocar al «estado profundo». El exestratega de Donald Trump, Steve Bannon, se autodefine como «leninista» y entiende que la única forma de poner fin al reinado de las élites financieras y digitales es a través de una coalición de la derecha alternativa y la izquierda radical. (No vayamos a olvidar al progenitor de este modelo, Hitler dirigió el Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores).
Hay más en juego en Ucrania de lo que muchos comentaristas parecen percibir. En un mundo acuciado por los efectos del cambio climático, las tierras fértiles serán un activo cada vez más valioso. Y si algo tiene Ucrania en abundancia es su chernoziom («tierra negra»): suelos extraordinariamente fértiles con elevadas concentraciones de humus, ácidos fosfóricos, fósforo y amoníaco. Por eso las empresas de agronegocios estadounidenses y de Europa Occidental ya compraron millones de hectáreas de tierras agrícolas ucranianas (según se dice, diez empresas privadas controlan la mayor parte).
Muy consciente de la amenaza del desposeimiento, el gobierno ucraniano impuso hace 20 años una moratoria a las ventas de tierras a extranjeros. Durante años, el Departamento de Estado de EE. UU., el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial solicitaron que se eliminara esta restricción. Fue solo en 2021 que el gobierno de Zelenski, bajo una enorme presión, comenzó finalmente a permitir a los agricultores que vendieran sus tierras. La moratoria a la venta a extranjeros sigue vigente, sin embargo, y Zelenski dijo que para eliminarla haría falta un referendo nacional, que casi seguramente fracasaría.
De todas formas, la cruel ironía es que, antes de que Putin lanzara su guerra para colonizar a Ucrania por la fuerza, había algo de cierto en el argumento ruso de que Ucrania se estaba convirtiendo en una colonia económica de Occidente. Si algo bueno tiene el conflicto es que el proyecto neoliberal quedó en pausa. Debido a que la guerra requiere movilización social y la coordinación de la producción, le ofrece a Ucrania una oportunidad única para detener la expropiación por entidades corporativas y financieras extranjeras, y librarse de la corrupción oligarca.
Para aprovechar esta oportunidad los ucranianos deben recordar que no alcanza solo con unirse a la Unión Europea y recuperar el nivel de vida para alcanzar a Occidente. La propia democracia occidental atraviesa una profunda crisis: EE. UU. se está desviando hacia una guerra civil ideológica y Europa enfrenta la existencia de expoliadores autoritarios en sus propias filas. En términos más inmediatos, si Ucrania logra una victoria militar decisiva (algo que todos debiéramos desear) estará profundamente en deuda con EE. UU. y la UE. ¿Será capaz de resistir una presión aún mayor para ceder ante la colonización económica de las multinacionales occidentales?
Esta lucha ya se da bajo la superficie de la heroica resistencia ucraniana. Sería trágico que Ucrania derrotara al neoimperialismo ruso para luego someterse al yugo del neoliberalismo occidental. Para garantizar su libertad e independencia genuinas, Ucrania debe reinventarse. Aunque convertirse en una colonia económica de Occidente es ciertamente mejor que ser absorbidos por un nuevo imperio ruso, ninguno de esos resultados justifica las penas que están pasando los ucranianos.
Traducción al español por Ant-Translation