Adolescente todavía, oyendo la canción del verano de 2011, un tema pegajoso de Maroon 5, Andrea me preguntó: —Tía, ¿quién es Jagger?¿Cuánto tiempo tú tienes? Respondí. La invité a sentarnos en el televisor de la sala y en quince minutos le ofrecí una retrospectiva vía YouTube: Start me up (1981), Miss You (1978) Jumpin´Jack Flash (1968) y finalmente, para “satisfacer” su inquietud, terminé con el icónico tema de 1965.

De los hijos e hijastros criados bajo nuestro techo, por curiosidad femenina, ella es la más interesada en el pasado. Cuando era niña, la llevamos al Teatro Nacional a ver un espectáculo de música de los años ochenta y me preguntó si yo me vestía como Madonna y Cindy Lauper cuando era joven. Al explicarle que no, y el por qué eso habría sido llamativo en el Santo Domingo de aquel entonces, me pareció interesante su natural deducción lógica. No tenía por qué saber lo tradicional que era el país en esos años.

A diferencia de nuestros padres y abuelos, mi generación ha sido tímida en tradición oral. Es una pena porque nuestro punto de vista de niños y adolescentes entre los años sesenta y ochenta está lleno de bagaje cultural, de detalles que no entran en las páginas de la historia formal, y pueden servir al pensamiento de nuestros hijos.

Super Mario World, Halo, La Leyenda de Zelda, Minecraft y los demás mundos fantásticos con los que virtualmente conviven incluso en su vida adulta nos intimidan. Quizás desistimos de invitarlos a conversar, porque sentimos que los mundos en el umbral de nuestra memoria no tienen el atractivo de las aplicaciones interactivas.

Como resultado de esa aprensión, aunado al retraso de la educación en actualizar los textos de historia dominicana, para nuestros hijos es particularmente difícil entender la otra República Dominicana en que crecimos, con menos desarrollo, sin apertura comercial o autopista de la información.

Al respecto de mi entrega de la semana pasada hubo entre los milenios quién preguntó, ¿y por qué al fenecido ministro de Medio Ambiente y Recursos Naturales le tenía que importar el fallecimiento de Joaquín Balaguer? De nuevo, ¿Cuánto tiempo tú tienes?

La tardanza de la educación en documentar la historia local no es nueva. En mis años de bachiller, en clases se habló más de las reivindicaciones de Enriquillo para los taínos que de la Revolución de abril de 1965. Educar acerca de lo ocurrido una década atrás era y sigue siendo espinoso.

Las actualizaciones educativas mal que bien se harán e irán apareciendo obras de la literatura, documentales, películas y expresiones del folklore que completarán los espacios históricos en blanco. Al menos mis hijos pudieron recibir lecciones, tales como, el asesinato de las Hermanas Mirabal tema tabú cuando asistía al bachillerato.

Donde nos quedamos atrás los de mi generación es en el arte de nuestros padres y abuelos, costumbristas llenos de encanto y riqueza informativa, para recrear otras épocas. Se daba en mecedoras, en galerías y balcones para huir del calor, y algunas veces para pasar el rato durante algún corte de la energía eléctrica.

Innumerables veces escuché a mi papá contar cuando vio la explosión del Polvorín en 1964, hecho que narraba como un episodio de cine de acción. En ese momento se encontraba en el techo del apartamento donde nacimos en la calle Santiago y presenció la escena.

Mi mamá se convertía en una Stephen King contando en asfixiante suspenso la silente mañana del día después del ajusticiamiento de Trujillo. Junto a mi tía Guegui, ambas empleadas públicas en su trayecto a las oficinas públicas en La Feria, describía el miedo colectivo. Muchos jóvenes como ellas trabajaban en las dependencias del gobierno ubicadas en ese sector. Nadie se atrevía a decir nada. El peligro de la venganza de hijo del tirano acechaba. Tenía espías en todas partes.

Otro episodio era el de mi papá corriendo para buscar a la comadrona que vivía lejos y ayudaría a dar a luz a su hermanito. Sin siquiera proponérselo, al contar las experiencias que marcaron su vida, nos estaban contando en casa la historia de este país.

La sicóloga Pilar Sordo recomienda usar el tiempo dentro de un vehículo para conversar con nuestros hijos. No importa si tienen cinco, quince o veinticinco años, la técnica de la sicóloga chilena nunca falla.

Empiece con las tramas más espectaculares en su arsenal de recuerdos: Cuéntele como el Huracán David borró el balneario de Güibia en 1979 y cómo era antes de esa histórica tormenta. Otro detalle increíble es describir la apacible ciudad de Santo Domingo ausente de ruidos y casi sin luces. En las noches se escuchaba rugir al león en el Zoológico Nacional (hoy Parque Iberoamericano), se podían ver la vía láctea en las madrugadas y despertar con la alarma del centro de la ciudad.

Ayúdese que la espectacularidad de los videojuegos es poderosa. Encuentre la épica en algún momento de su vida cuando la inflación devoraba su pequeño salario de principiante y pasaba largas horas en la fila de una estación de gasolina. También cómo antes de la globalización en la vieja economía abundaban los maniceros, paleteros, heladeros, friofieros, amoladores, barberos y demás los vendedores ambulantes, entretanto, había modistas que hacían bellísimos trajes para las fiestas de quince años. El por qué eso desapareció llegará con signos de interrogación a cada lado.

Nuestros hijos tienen un tren de pensamiento más dinámico que el nuestro debido a su exposición a la multimedia. Es preciso buscar el modo de narrar ese tramo de nuestra historia y vida sin que para producir una conversación, hagamos perorata nostálgica.

Como recomienda Pilar Sordo, se trata de aprovechar un momento en que no puedan saltar del carro para salir de nosotros. Me gustaría tener el talento de mis padres y mis tíos para contar cuentos que dibujan la escena, no solo de eventos históricos de importancia, sino algo todavía más importante, cómo ellos que fueron gente común lo comprendían y en qué medida les afectaba.

Mis padres estuvieron presentes en el Estadio Quisqueya cuando Petán Trujillo abofeteó a un jugador por hacer una mala jugada y peor aún, siendo un niño, mi papa atestiguó la Matanza de 1937 en su pueblo natal, Neiba. Tal vez los avistamientos del cometa Halley sirvan como anzuelo para caer en otros temas locales que transformaron el 1986. No se acabó el mundo, el meteoro siguió su órbita, pero aquí en este país el curso de otras dinámicas cambió. Cada uno lo contará a su manera, pero no decir nada de ese tramo de la historia nacional es casi quitarle algo a ellos.

En una ocasión, un argentino me contó que cuando ocurrió el Corralito, su hijo entró en estado de shock. Hasta ese momento, el muchacho tenía una idea distinta del país donde vivía, y no comprendía cómo algo así podía ocurrir en Argentina, la que comparaba a Francia o a Alemania.

Pienso en esa anécdota cuando algunas premisas de los más jóvenes, gente adulta e inteligente, no muestra los necesarios conectores entre lo que ocurrido hoy y lo ocurrido hace treinta años. No tienen cómo saberlo y la culpa es nuestra. Le debemos información de valor. Quizás leer una sucesión de eventos en un libro solo interese a pocos. La tradición oral, por el contrario, tiene un valor socioafectivo, en especial si se produce en el hogar.

Una carretera, un repertorio de merengues de los ochenta, y unas primeras líneas que empiecen, —Cuando yo comía chimichurri sentado(a) en un block porque no había dinero para más, puede ser el comienzo de un diálogo interesante.