Nadie que viva puede ignorar a Heriberto Antonio Herrera cuando camina por esas calles ruidosas-ocho pulsas en el brazo derecho, siete en el izquierdo, más doce relojes a ambos lados, unos siete anillos relucientes en cada mano, dos pistolas de juguete y una de “rayos laser” que no tiene inconvenientes en hacer funcionar disparando sus variados colores, un traje amarillo y no se sabe cuánto de ropa debajo, un piano especial que se toca soplándolo, un pistolón que lo cuida fielmente y que no aparenta ser de plástico, una flauta amarilla, una colección de medallas colgantes, varias corbatas bien anudadas, unos llamativos zapatos de color rojo, un sombrero rosado, unos lentes hechos con el 2022 en que estamos, y una paciencia ejemplar con la que explica sin rubor sus conexiones mundiales en calidad de consejero de todos los gobiernos conocidos, los movimientos inmensos de dinero que provoca, la amistad y amoríos con las estrellas del arte musical que lo viven asediando con llamadas a veces inoportunas que lo hacen apagar el celular para dormir, harto ya de molestias con esas celebridades, algunas de las cuales no le acaban de mandar los dólares que debidamente le ofrecieron para seguir con su vida costosa y de alta gama, su colaboración con los necesitados, su enorme influencia de figura sin tregua, sin vacaciones, sin domicilio, llena de compromisos, recepciones, toma de decisiones en los más altos estratos de la atmósfera influencer planetaria después de los cuales se puede dar el lujo de andar a pie por la vía pública sin ser molestado, llamando la atención de todo el mundo su figura increíble, de peso pesado más forrado que una momia noruega hundida en el hielo(si es que hay momas noruegas), rondando los colmados, tocando su instrumento de teclas y de viento, dando conferencias alegres sobre la vida y sobre lo bien que le va a gente como él solicitado por todos para resolver, no sin la envidia de sus enemigos, todos y cada uno de los problemas mundiales.