Empecemos preguntándonos si un político serio y de trabajo -además de ser un gran líder comunitario- podrá competir en unas elecciones de su demarcación con un sujeto que quizás directamente no ha robado, pero que sí ha heredado o dispone de la fortuna de su padre o de un pariente que se ha enriquecido con dinero robado del Estado dominicano y posee una disponibilidad financiera de cinco mil o más millones de pesos que sustrajo de fondos públicos cuando fue funcionario del gobierno o utilizando tráfico de influencias.

Lo del rango o puesto es lo que menos importa para los fines. Pero si el partido donde milita el heredero es, además de una fuerza política, una corporación financiera construida con dinero robado al pueblo, ¿entonces cuál sería el futuro de aquel hombre o mujer seria que participa con honradez en esas elecciones en las condiciones más adversas del mundo? El primer problema a plantear, es si en el país hay algún mecanismo institucional para resolver este tipo de casos que afectan sensiblemente los derechos ciudadanos y la propia democracia -ritual- que nos gastamos.

El segundo planteamiento, que estamos moralmente obligados a hacernos todos los que amamos nuestro país, es si la sociedad dominicana actual es víctima de lo que estamos analizando en este trabajo como problematización, como diría Paulo Freire, o si esto es parte de las preocupaciones de las instituciones que tienen que ver con este tan delicado asunto para la vida cívica de la nación dominicana.

La cantidad de dinero invertido en una campaña electoral para ganar una posición electiva -independientemente del origen de los fondos utilizados- ya de por sí es una situación que amerita que una nación que se defina como tal, tiene el deber moral de afrontar pública, institucional, política, social y moralmente. Sólo así podemos salvar la presente y las nuevas generaciones de dominicanos y construir la verdadera democracia, por la que ha luchado el pueblo junto a sus héroes y mártires.