Relativamente parco, a veces (muy) seco y de pocas palabras, el Dr. Thevenin que conocí, esposo de mi mamá, hacía que fuese difícil tomarle cariño.
De entrada, entonces, me relacioné con su rol en mi familia, no con él. Ya en mi adolescencia, ejerciendo mi genética compleja, comencé a desafiarlo en todo lo que podía. Me sentía un “hombre” y entendía que podía igualarme a él. Pero notaba algo extraño. Ese señor que vivía con mi mamá, que me enseñó a comer camarones, y que preparaba el café que mi mamá me llevaba a la habitación para despertarme, mientras me decía las palabras más bellas que cualquier hijo ha podido escuchar de su vieja, jamás paraba.
Era constantemente llamado a deshoras para atender emergencias. Su tiempo no era de él, era de sus pacientes. Y parece que, al ser muy bueno en su oficio, eso le generaba más trabajo del que podía (o debía) humanamente sobrellevar.
Y, con todo eso, tenía la energía de llevarnos al video club (H&M, en la Núñez de Cáceres) para que todos pudiéramos elegir películas, las cuales veíamos juntos en la casa, en su habitación.
Me llevaba todos los días al colegio. Yo iba con mis audífonos (escuchando, en un Discman Nike ACT400, probablemente a Blink 182) porque su música no me gustaba. A veces, ya sea entre canciones, o luego de caer en un badén y el CD dejara de sonar, siempre lo escuchaba como iba hablando con mi mamá. Y mi mamá lo escuchaba como si fuese lo más importante.
Admito a veces sentí celos. Esos celos a veces los expresé de manera contraproducente. Pero la inercia que se implantaba en mi corazón normalmente se diluía ante verlo cuidar a mis hermanas y a mi mamá.
Luego me alejé, me fui a vivir con mi papá, creando así un esquema donde los veía ocasionalmente en los fines de semana, pero mis “compromisos” de muchacho joven se imponían. No obstante, ellos constantemente forzaban por estar presentes y él, especialmente, buscaba maneras de mantenerse en comunicación.
Y ya de adulto pude conocer quién era el esposo de mi mamá, el Dr. Thevenin:
Un tremendo ginecobstetra. Doctor de doctores. Científico en su área que socorría hasta a los más duchos en sus áreas.
Un cocinero increíble. Experto especialmente en calentar comida y hacer carnes. Pero entonces con un toque estético innecesariamente sofisticado. Cuando nos reuníamos en su casa, sus hijos, la tabla de embutidos que armaba en cuestión de minutos era digna de un restaurante de alto nivel.
Un cristiano entregado a su comunidad. Luego de su jornada laboral, le dedicaba todo su tiempo a su iglesia. Asumo su día contaba con más de 30 horas, porque no hace sentido.
Un padre pleno. Atendía las necesidades de sus hijos sobre las propias. Era excesivo en buscar soluciones prácticas e inmediatas, y no permitía que algo quedara inconcluso. Tengo tantas anécdotas de gestos que tuvo conmigo, que quizás no saben mis hermanos o mi mamá, que podría durar horas riendo y llorando. Pero, prefiero decir que, incluso conmigo, que fui el más difícil por etapas, buscaba la forma de ayudar en todo lo que yo necesitaba.
Un abuelo amoroso y juguetón. Jamás pensamos que ese hombre tan serio se iba a tirar al suelo a jugar con sus nietos.
Un esposo. No hay palabras para definirlo en su rol de esposo. Era el compañero perfecto de mi mamá, en todos los sentidos, sin reservas y sin “peros”.
Un apoyo. Siempre que pudo, o que se daba la oportunidad, me recordaba. En un texto del 20 de noviembre, donde se excusaba por no poder asistir al cumpleaños de mi hijo, me resumió nuestra relación de la siguiente manera:
“Perdón por no estar en ese gran momento para ustedes como padre y también lo sería para mí, que me siento abuelo de Fco. Andrés. En verdad tuve dos días con gran fiebre y gripe, y hoy, aunque no esté tan grave, tenía que preparar una muy importante presentación para el miércoles. Tú sabes lo que es eso, pues eres un trabajador nato de tu profesión. Sé que disfrutaron y la alegría es también mía. Perdona que te fallé, pero te aprecio y te amo cada día más como un hijo y sé que conoces mis debilidades de relaciones personales.”
Y, asumiendo todos esos roles, el Dr. Thevenin siempre era el alma de las fiestas familiares. No permitía que alguien estuviese aburrido, o sin un trago, o con hambre. Brindaba todo y de todo, en todo momento. Controlaba la música (y el volumen, por más que no se lo bajaba sin que se diera cuenta) y, en las fiestas de fin de año, se ocupaba de la pirotecnia suave para que podamos mantener nuestras prácticas de cuando éramos niños.
Terminaré el presente homenaje de la siguiente manera. En los momentos más difíciles de mi vida siempre estuvo presente. Sus (pocas) palabras eran atinadas. El sentimiento de paz que su fe generaba, contagioso. Y el valor de familia que siempre profesó, al final, nos ha demostrado que creó un equipo, donde todos nos apoyamos, con nuestras virtudes y defectos, en base al amor que nos une.
En su honor, seguiremos siendo lo que el tanto disfrutaba. Y lo recordaremos cada segundo de nuestras vidas porque, al ser tan presente, es imposible no verlo siempre.
Hasta luego, Dr. Thevenin.