Todo pasa. Lo peor incluso, pasa. El recuerdo como un pájaro caliente en mi mano pasa y me susurra: estás en Cuba, en una Feria del Libro. Con la relación entre calidad y precio de los textos en La Habana, has llevado dos maletas para traerlas llenas del material bélico de la palabra. Los libros, dice Joan Ferrer, son armas de construcción masiva. Y yo le creo. Dos maletas llenas de libros como un traficante cualquiera. El Carlitos Way de las fóking palabras. Tiro las redes en Centro Habana y al final del viaje, como mal pescador, triste en el aeropuerto, reviso mi presa. Entre esos libros descubro un librazo de cuentos escritos por Pablo Ramos, por algo o por mucho merecedor del Premio Casa de las Américas 2004. Cuando lo peor haya pasado es uno de esos libros que se quedan contigo sin importar mudanzas y acarreos, fracasos y rotas promesas. Siempre al leerlo juré escribir algunas líneas sobre el mismo pero, del 2008 para acá, cuánto ha llovido, caballero. Bueno, al final escribo siempre para mí, para mi gusto y mi dulce condenación.

Hablamos de once cuentos escritos con maestría sí, pero también con una inusitada dejadez, como si fluyeras con las historias que en sí son bastante tristes, algunas hasta patéticas, y sin embargo te rasgan por dentro. Son las travesías esquizofrénicas de un muchacho grande de tu edad que lo ha perdido todo y sin embargo se entrega a la palabra, a la escritura de un cuaderno como si la religión no fuese otra cosa que unos pensamientos puestos en letra de molde. La primera historia nos deja saber que estamos frente a un escritor que asume el ejercicio de la palabra como una manera de decir presente. La tristeza nos duele a todos dice Ramos, pero todos flotamos de diferente manera en la melcocha que es la tristeza, y la soledad. El tipo dice “Me ahogo en una cama tan grande que dan ganas de serrucharla a la mitad […] esa sensación de confinamiento, de dar vueltas y vueltas por el living como si fuera una celda, perturbado”. La segunda historia se acerca un poco al drama superficial. La tristeza y punto. O lo que Barthes define como “la mirada que acorrala, ya que el nacimiento del lector corresponde a la muerte del autor, definitivamente”. En el segundo cuento, titulado “Todo puede suceder”, nuestro hombre se pasea por las calles de la Ciudad de la Furia, bajo la lluvia, con un zapato que se le ha perdido a una muchacha. El cuento es la historia del zapato, claro, pero es también la historia de una sonrisa rota, o “realmente una broma que espera ser completada con la correspondiente entrega del zapato”. El cuento que da título a la colección muestra una de las razones de la locura del escritor: el amor de su vida. Su novia, que se vuelve después su esposa, entra en unas contradicciones que no le permiten al tipo escribir sus historias. Si no escribe, el hombre entra en una depresión que lo hace aberroncharse al rocaje vivo, como un animal acorralado. Y bajo la presión de la página en blanco, en nombre San Hemingway, el hombre manda a esa mujer que “lo perturbaba como el influjo de la luna sombre su sangre” al mismísimo carajo.

De ahí en adelante hay cuentos bellísimos, que son a la vez formas de ensayar la desidia hasta el suicidio. Hay un cuento muy bueno en donde un hincha se imagina la ciudad en llamas rojiazules antes de lanzarse al vacío desde un puente peatonal. El cuento que cierra la colección, una pieza de lujo, se intitula “Por las colinas de la luna”. El escritor ya se ha dejado de la mujer. Hay una hija y una novia-amante de por medio. El poeta, también traficante (insertar carcajada de Yván Silén aquí), hizo un trúcamelo con un perico que decidió vender clandestinamente. Al principio todo shani, ya que la merma rindió para gastar, comer y guardar, pero luego de la bonanza llegó la paranoia y el tipo no quería ni tan siquiera abrir la puerta. Todo el cuento se da cuando la ex-mujer llega con la niña para visitarlo y él, poética, bellísimamente, cuenta su depresión y su imposibilidad a través de los cristales por los que ve a su hija hacer dibujitos y palabras sueltas con el aliento en los cristales. Qué pedazo de cuento. Cuando la mujer y la niña se van, el hombre regresa hacia el living “sumergido en un silencio oscuro, apenas coloreado por el sonido pálido del televisor. Estás dispuesto a cabalgar de nuevo, Mississippi, decía John Wayne. Por las colinas de la luna y hasta los valles oscuros de la noche, aseguró Mississippi”. Yo, que ahora escribo esto con el corazón en la boca, por un miedo o varios, del tamaño de piezas de ajedrez tamaño regular, pienso que por libros como éste es que uno se dedica a esta vaina de la lectura… que es como el amor o un relámpago que une en dos la isla.