Hace tiempo que la verdad murió y, a pesar del pesimismo que pesa sobre la conciencia de un espectáculo de horror real, inevitablemente recurro a Hannah Arendt. En ciertos momentos, como los actuales, tenemos que levantar la cabeza y mirar el mundo que nos rodea, interrumpir nuestra rutina, dejar de pensar que el espanto que presenciamos son situaciones inevitables y que ningún gesto vale para nada. Esto no es cierto, todos nos movemos y formamos parte del mundo, no podemos ser indiferentes a la actualidad.

Buscando comprender si nuestras sombras en la condición humana pesan más que la luz, ante la crisis de la política y de la filosofía de la historia, tenemos que volver nuestros pasos sobre la pensadora y víctima del Holocausto Hannah Arendt (1906-1975). Su vida, más allá de su formación académica, fue su escuela: padeció la persecución y el exilio forzado y vio cómo sus amigos y familiares fallecieron por causa del odio en una época que marcó la historia. Su pensamiento sobre las causas de la violencia, el autoritarismo, el mal, la libertad o la revolución sigue siendo una referencia. En Arendt el anticonformismo social es casi la condición sine qua non para su realización.

En su análisis sobre la vida  la muerte, el absoluto colectivo. Y una de sus obras más interesantes la banalidad del Mal.

El mal  por desgracia no es banal puede ser  que en sus  argumentaciones se puede crea una cierta justificación moral que en el fondo es una colección de intereses económicos.

La rapidez de la información y la cotidianidad de nuestros universos individuales nos hacen no pensar en una situación tan grave como la que estamos viviendo y frente a la que el silencio cómplice de las naciones es escandaloso. Hanna Arendt formó su tribuna como filosofa y mujer, judía y paria o apátrida, para ser parte del pensamiento crítico del siglo XX. Muchas veces recurro a ella en busca de respuestas para poder continuar.

Porque, más allá de mi consulta médica, creo que lo que está sucediendo en Gaza es un genocidio.