Con motivo del Día Internacional en Memoria de las Víctimas del Holocausto (27 de enero)

Creo que no podemos entender el siglo XX y la actualidad del XXI sin el pensamiento de Hannah Arendt, una de las filosofas más complejas de su tiempo, que nos legó dos conceptos fundamentales: “La dominación total” y, sobre todo, “la banalidad del mal”. Arendt poseía una inteligencia fuera de lo común, con una capacidad de análisis de situaciones y de creación de un pensamiento crítico en las que ella misma tenía una gran implicación emocional.

Nacida en Alemania en 1906, de religión judía, alumna de Karl Jaspers, sus análisis en el campo de la filosofía política son únicos y atemporales. Le correspondió vivir la Gran Guerra y la derrota de su país; también el ascenso del nazismo, ahora justo hace noventa años, que marcó su vida y su pensamiento. En 1933, estuvo detenida durante ocho días por la Gestapo en Berlín y en cuanto quedó en libertad logró exiliarse en París. Inició el largo camino de la emigración, que ella denominaba “la Huida” y que describió en estos términos: los emigrantes, los desplazados, los refugiados huyen de un día para otro, en muchas ocasiones sin posibilidad de prepararse para ello y en la mayoría de los casos sin ni siquiera poder elegir el país de destino.

En París, conoció a un sinfín de judíos alemanes perseguidos (entre ellos Walter Benjamin) y, como ella desde 1937, apátridas, puesto que aquel año Hitler le despojó de su nacionalidad. Hasta 1951, cuando logró la ciudadanía estadounidense, vivió en un limbo migratorio que, como ella misma describe en su obra, le hacía sentirse avergonzada, humillada, sin raíces.

Su vida nos remite también al Holocausto. Como sabemos, más de seis millones de judíos europeos fueron asesinados por el Tercer Reich en decenas de campos de exterminio. En Alemania, uno de los focos de la cultura europea, uno de los países con un desarrollo intelectual más elevado, cuna de grandes pensadores y creadores, el fascismo, en su versión más extrema, engendró uno de los regímenes más criminales de la historia. Auschwitz fue la estación de llegada de siglos de antisemitismo, cuya historia ella examinó en uno de sus libros más importantes: Los orígenes del totalitarismo.

En 1940, estuvo encerrada, junto a miles de judíos, en el Velódromo de Invierno de París y de allí fue enviada al campo de concentración de Gurs, donde un año antes habían estado recluidos miles de republicanos españoles y de donde logró escapar. En Gurs, fue testigo de cómo muchos otros detenidos se suicidaron ante la posibilidad de ser trasladados a campos de concentración alemanes.

En 1941, logró llegar a Nueva York junto con su madre y su esposo. Dos años después, en la revista Menorah publicó un artículo titulado “Nosotros los refugiados”, en el que planteaba cómo se veían los judíos residentes en Estados Unidos a raíz de los acontecimientos históricos, su condición y qué derechos les correspondían o, como ella señaló y defendió: “El derecho a tener derechos”.

Sus análisis sobre las políticas totalitarias alcanzaron la cima cuando en 1961 asistió en Jerusalén, como reportera de la revista The New Yorker, al juicio contra Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS, uno de los principales organizadores del Holocausto y responsable directo de la llamada “Solución Final”. De aquella experiencia única surgió su libro Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal.

Sus reflexiones tan lúcidas acerca del uso de la violencia en una escala y con un grado crueldad inéditos en la Historia y cómo desentrañó la personalidad de Eichmann asentaron un concepto clave que nos ayuda a entender muchos procesos históricos: “La banalidad del mal”. Eichmann solo era un eficiente burócrata que cumplía las órdenes de sus superiores, sin pensar en las consecuencias…

Hanna Arendt falleció en 1975, hace casi medio siglo, pero sus libros y sus ideas, la obra de una de las grandes pensadoras del siglo XX y protagonista de su historia, nos recuerdan no solo “la banalidad del mal”, sino también que las personas refugiadas son personas con derechos, reconocidos desde la Convención de Ginebra de 1951, una de las respuestas de las sociedades democráticas al horror de la Segunda Guerra Mundial y la barbarie del fascismo.