Ahora que el caos en nuestro vecino Haití sigue su curso y nos impacta en todos los órdenes y de que no podemos olvidar que detrás de todo cuanto ocurre en dicha nación hay grupos criminales que se han insubordinado siempre al cuasi inexistente Estado haitiano, no deja de preocupar, nacional e internacionalmente, desidia deliberada incluida, la criminalidad organizada.
En el caso haitiano es producto del desorden propio de un pueblo anómico y sin capacidad política para articular las fuerzas motoras que planifiquen, promuevan y hagan realidad el gran cambio que debe producirse en dicho país, por su bien y el nuestro.
El desvío del río masacre, que pretende un pequeño grupo haitiano, en perjuicio de nuestro país, sin que podamos tener interlocutores válidos y con capacidad política de solución, como ha dicho el propio presidente Abinader, es solo una manifestación del desorden y de una criminalidad organizada en medio del desorden que ahoga a ese territorio y conglomerado humano. Por esto la he llamado criminalidad (des)organizada, pues es la que desorganiza el país para que esta se pueda pasear a manos libres.
En el caso haitiano, lo que también ha ocurrido en poderosas economías del mundo, el crimen organizado se ha adueñado del control y ha puesto en ascuas al desmadejado y su ya agónico gobierno, por lo que dicho fenómeno delictivo es un verdadero tormento para las naciones en desarrollo, como la nuestra, y las más pobres.
En el fondo se trata de delincuencia paraestatal. Esto es, en ausencia de un gobierno con control de sus fuerzas de seguridad, defensa y ciudadana, la delincuencia organizada se asocia para irrumpir en las áreas donde el Estado carece de fortaleza.
La irrupción en un bien público como el agua, en perjuicio nuestro, a pesar del Tratado de paz, amistad perpetua y arbitraje y otros tantos acuerdos suscritos y discutidos por nuestro país con Haití, no dejaría de tener elementos de protección de la criminalidad organizada que tendría una fuente de ingreso a través de los empresarios interesados en resolver la situación de irrigación de sus predios agrícolas, mediante tratos obscuros, “impuestos”. Sí, porque los peajes los imponen los grupos delictivos organizados a la fuerza, con amenazas, con secuestros y ejecuciones, de los cuales hay sobrados ejemplos.
Pero este fenómeno no se detiene en criminalidad puramente económica, sino que se extiende a todo tipo de tráfico: de armas, de seres humanos, de dinero, de drogas prohibidas, de mercancías y de influencias, entre tantos tipos de negocios ilícitos. Es vox populi que tradicionalmente el tráfico de todo tipo, en el caso dominico-haitiano, ha contado con la participación y complicidad de autoridades, civiles y militares de ambos lados.
Se trata de una criminalidad de gran calado, que ha permeado incluso diversas instituciones estatales, haciendo nacer el Estado paralelo, que pone al servicio del crimen el Estado formal.
Lo que está sucediendo es una clara manifestación de la creación de esquemas mafiosos, que ponen en juego los más diversos bienes jurídicos que debe tutelar el Estado, como lo son el orden e institucionalidad democrática, el sistema bancario, el orden económico y la estabilidad del mercado; la administración de justicia y la seguridad, lo que pone a prueba los órganos de investigación, persecución y sanción del Estado, para que actúen en concordancia con la magnitud de las acciones y de los daños producidos a la sociedad.
Por lo que hemos visto y oído, en Haití esos grupos delincuenciales están operando en las caras de las propias autoridades. Tanto que graban sus mensajes, con veladas advertencias de las graves consecuencias de sus actos para nuestro país. El monstruo criminal creció en aquel país mientras el gobierno es prácticamente invisible.
Nosotros no podemos ignorar la existencia de grupos criminales aquí y algunos que tienen seguro respaldo y complicidad o corresponsabilidad delictiva o se benefician con y de los grupos criminales organizados en el desgobierno haitiano.
El cierre de la frontera, ordenado ayer por el presidente, es una decisión firme y vigorosa que tendrá consecuencias perjudiciales para nuestro país en el orden económico, político, social y de seguridad, pero, o nos damos a respetar o el crimen (des) organizado nos arropará también a nosotros.